Recuerdo que nos obligaron a cumplir la cuarentena porque había llegado un bicho que mataba sin piedad. Fue en 2020 creo recordar, y para todo el mundo resultó una barbarie, menos para mí. Y tú querida mía, te preguntarás el porqué, pues atenta que te lo voy a contar.

Acababa de divorciarme de tu abuelo y guardaba mi pena en el más absoluto del silencio. Cuando no trabajaba en el hospital, me dedicaba a leer, escuchar música y viajar por internet. Allí le conocí, en uno de esos grupos en los que nadie viaja junto, pero todos hablan de lo bien que se lo pasaron en el último viaje.

Se llamaba Jose. Vivía en Sevilla, divorciado desde hacía dos años y el hombre con menos palabras que llegué a conocer jamás, pero que sin embargo, todas las mañanas entre las nueve y las diez, me daba los buenos días y cuando terminaba su jornada, me buscaba, y hablábamos solo por whatsapp de lo que íbamos a preparar para cenar o qué ponían en la tele por la noche. No decíamos mucho, pero decíamos todo y mientras que la sociedad hablaba del coronavirus, nosotros vivíamos en nuestro diminuto mundo, discreto y sin sensación de sentirnos encarcelados.

Se convirtió en el centinela de mi vida y calmó mi sufrimiento y aunque fuera de lejos, lo consideré un rostro amigo.

Y llegó el verano. La cuarentena se terminó. Cogí un tren que me dejó en la estación de Santa Justa. Recuerdo que las piernas me temblaban, las manos me sudaban y el estómago estaba repleto de mariposas de todos los colores. Andaba ligera y con la mirada buscaba el hombre que me salvó no sólo del confinamiento y de la epidemia del progreso occidental, sino de mi locura, de mi soledad y de mi alma desnuda.

Allí estaba, quieto y firme. Era la primera vez que lo veía. Nos contemplamos fijamente, sonreímos y nos abrazamos haciendo acopio de todas nuestras fuerzas. Era tal como me lo había imaginado. Nos cogimos de la mano y me prometió que no volvería a soltarla jamás.

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