Toda la acera ante mí, vacía. Al fondo, un fumador pasea al perro; camina en mi dirección y, según nos aproximarnos, inicia la maniobra para cambiar de acera. Pero ve que hago lo mismo y recula. Yo voy a mi farmacia de siempre. Hay tantos carteles en la puerta que es difícil ver el interior: «LLAME ANTES DE ENTRAR», «MÁXIMO DOS PERSONAS DENTRO», «NO TENEMOS MASCARILLAS NI GUANTES NI GEL DESINFECTANTE». Dentro, cintas en el suelo marcan la distancia entre los clientes, separados a su vez de quien despacha por una mampara recién instalada. El cristal presenta un hueco para poder pasar recetas, medicinas o dinero.
Delante de mí, una señora con mascarilla, se dispone a pagar.
—Esto no será transgénico, ¿verdad?
—¿Cómo?
—Sí, ya sabe… Eso que recetan ahora.
—¡Ah, genérico!
—Le tengo dicho a mi doctora que no me recete de eso, que no me va bien.
—Pues… esto lo es.
—Entonces, lo dejo. ¡Adiós!
La farmacéutica y yo —viejos conocidos—nos miramos y sonreímos.
—Hola, quería Almax, glicerina y alcohol.
Entonces, ocurre lo que nunca imaginé que pudiera sucederme. Ella abandona su fortaleza, se me acerca por un lateral y —muy bajito, a pesar de que estamos solos— me dice que supone que la glicerina y el alcohol los quiero para hacer desinfectante casero, pero que los tiene agotados. Sin embargo —ahora que no hay nadie— me confiesa en secreto que acaba de recibir veinte litros de gel antiséptico. Va a reservarlos para clientes escogidos, amigos y familiares. Si acepto, me da una botella antes de que entre alguien y nos pille. Aún no sabe el precio, pero lo apuntará y ya haremos cuentas.
Cómo resistirse: me siento importante. Como nunca antes.
Salgo ufano, con mi tesoro camuflado en una bolsa de papel, ajeno al virus. En el semáforo, coincido con la señora del «transgénico». Habla por el móvil y sus quejas resuenan en el silencio de la calle. En la acera de enfrente, el fumador del perro no me quita ojo. Espera a saber qué dirección llevo y, cuando lo confirma, toma la contraria.
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