Érase una vez una gota de agua. No tenía nada de especial, pero ella se consideraba la gota de agua más feliz del mundo. O, al menos, de todo su estanque. Siempre estaba alegre y radiante porque se sentía en potencia de hacer cosas asombrosas. Proclamaba a todo el que quisiera escucharla:
-¡Yo, como gota de agua, puedo congelarme y ser un bloque de hielo, evaporarme y volar con las nubes, caer de las rocas y formar una gran cascada!
Y, como la veían tan feliz, las otras gotas de agua le dejaban creer que todo lo que decía era cierto. Nadie se atrevió a aclararle nunca que, en tanto que agua, sólo podría congelarse si la temperatura así lo permitía, evaporarse si el clima le era propicio y ser cascada si las condiciones geográficas eran las adecuadas. Pero esa gota de agua siguió feliz y brillante porque creía que era libre y realizaría multitud de proezas maravillosas, aunque siguió siendo agua estancada hasta el final de sus días.
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