La guerra invisible

La guerra invisible

B

24/03/2020

El olor a tierra empapada. Los susurros de la pólvora entrando en el cañón. Los pies despojados, con prisas. El bochorno de un último beso. Las miradas sin dormir. Las lágrimas que arrastran el polvo del rostro. La voz, sin aliento, rezando agónica a su Dios. La indiscutible necesidad de paz de los inocentes. El temblor de los accidentes. La nostalgia del pan caliente en una mesa. Son atributos inherentes a la guerra. A la guerra tradicional, quiero decir.

La guerra invisible, querido lector (o lectora, no entremos en un debate que ha alcanzado la tonalidad política), tiene ciertos atributos similares. Con mis escasos veintitrés años, nunca había descartado la idea de vivir una situación límite; he escuchado muchas historias de guerras pasadas. Pero jamás una como esta; el derecho a vivir es el único bando en el que quiere estar el ser humano. Aunque, como humana que soy, también quiero otras cosas. Tengo derecho a verla sonreír de nuevo. Eso es en lo que pienso cuando mi madre vuelve a casa tras pasar 20 horas en la trinchera (no hace falta indicar que hablo de un hospital). Les falta material, mascarillas y esperanza. 

Hoy es martes. No oigo estruendos, ni siquiera balas; pero el dolor y el pánico calan desde mi alféizar. Dicen que el peor caos es el que no hace ruido (y cuánta razón). Parece que estoy narrando una historia macabra. Al menos, parece que penetra en los huesos de la misma manera. Sin embargo, tras treinta días confitada, me atrevería a decir que la existencia de un final hace que nunca sea tan tétrica como animan mis palabras.

Para alcanzar la calma, los demás nos hemos convertido también en guerrilleros. Y hemos copiado la táctica del COVID-19; somos invisibles. Nadie nos ve por las calles, aunque sí desde los balcones. Solo nos queda combatir. Y combatiremos.

A nuestros abuelos les pidieron que fueran a la guerra. A nosotros, sólo nos piden que nos quedemos en casa. (Anónimo).

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