Echado en el alféizar de la ventana miro en todas las direcciones a la pesca de algo que me saque del desgano al que me convocó la película que acabo de ver. No hay decepción más despiadada que la que deja una mala película. Es de noche, tarde para llamar a un amigo pero temprano como para llamar a los sueños.
Atravesar la prisión domiciliaria en un noveno piso de una ciudad minada de edificios, cotiza a la baja en relación a aquellos detenidos confinados a casas de amplios cuartos, cocinas de ensueño y jardines parisinos. Sin embargo, todo es una cuestión de perspectiva. El orden natural de las cosas detenta el equilibrio que nos fue vedado a nosotros como especie y es así como desde aquí, desde la más elemental de las formas de habitación resulta posible aventurarse en el maravilloso universo del espionaje. Cada ventanita es un planeta en sí mismo, con sus horarios, rituales, festividades y claro cómo no, problemas.
Aquí uno podrá padecer mal de amores, ataques de ira porque su equipo favorito no remonta el barrilete o depresión por la partida que perdió al juego de turno pero nunca aburrirse. Ahora por ejemplo, un anciano pedalea en la bicicleta fija con el casco puesto. Qué móviles lo habrán empujado a ponerse el casco ante la manifiesta ausencia de riesgos? vaya uno a saber. Un poco más abajo un tipo de una torpeza motriz que no le deseo a nadie pasa corriendo a toda máquina visiblemente afligido por el daño que le proporciona la hoya caliente que lleva entre manos. La deja como puede y pregunta algo al cielo.
Mudo los ojos radicalmente hacia la izquierda y veo una familia completa rezándole Dios sabe a que Santo. Todos tienen los ojos cerrados menos una niña, la más chiquita, cuya torpeza para fingir comunión al tiempo que le hace payasadas con la lengua a los demás no puede más que sacarme una carcajada genuina, de esas por las que vale la pena
pasar el encierro,
en un departamento…
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