Subo las escaleras con prisas, no miro los escalones, apenas los rozo. Cierro la puerta con fuerza y comenzamos a discutir. Ella me habla persuasiva casi rozando la obligación y yo, con mil dudas y titubeando intento no caer en su trampa.
Sus argumentos quieren dejarme sin nada que decir. Su forma de hablarme es ruda, agresiva y duele. A veces, en lo más acalorado de la discusión intento calmarla. Tan solo a veces. Otras, en cambio, grito aún más alto.
Nunca tiene suficiente, quiere ver como gana, quiere saber que ha pasado por encima de mí, por encima de lo que deseo con todas mis fuerzas. Sabe que he caído dentro de un hoyo y yo sé perfectamente que ha sido ella la que me ha hecho tropezar. Me dice que no cavó ese agujero, que lo hice yo, y que eso le quita la culpa. Creo que está loca.
Puedo sentir el miedo que tiene al mirar el cuchillo de mi mano. Tiembla, pero permanece firme y con semblante serio. Me hace dudar. Miro el cuerpo, y la cara, y el pelo, me cuesta encontrar algo que me agrade. Ya no recuerdo si alguna vez me gustó. ¿Por qué no deja de hablar? No puedo oír nada más.
¿Ella va a venir a hablarme de cómo es la vida? ¿Ella? No lo voy a permitir. No entiende lo que hay en mi corazón, no sabe de sentimientos, no conoce mis sentimientos. Ella solo analiza y vuelca sin ninguna compasión todas sus palabras contra mí. Pero el análisis no es compatible con la emoción, con el amor. Eso no lo escucha, por más que levanto mi voz, no me escucha.
Puedo comprender que llegue a desesperar. Siempre me han dicho que vivo del impulso y de lo que siento en el momento, que debería de tomarme las cosas de otra forma. Yo nunca he llegado a entenderlo. ¿Qué forma veo yo en las cosas y por qué no es la correcta? Quizás el secreto de esa forma perfecta hay que buscarlo con más ganas de las que yo le pongo y por eso siempre me equivoco. Tengo que reconocer que nunca le he preguntado a ninguno de esos que saben como hay que vivir, donde está lo erróneo en mi forma de ver el mundo y a la gente, pero no creo que eso importe, al menos a mi me da lo mismo, es decir, es mi vida, y por tanto, es mi verdad.
Ella es la primera que me dice que mi forma de llevar la vida no es la buena. «Necesitas cambiar de perspectiva, tienes que tener más amor propio, no sabes apreciarte, no te valoras», son algunas de las frases que puedo oír en mi cabeza como el sonido de un martillo, seco, repetitivo.
Y vuelvo a pensar que está loca. Y grito y lloro. Y ella grita y llora. Pero su llanto es diferente, no me lo creo, no parece real. Busca convencerme de que no lo haga, piensa que la vulnerabilidad que me muestra servirá para que cese mi impulso de acabar con todo, pero no será así, esta vez no.
Nada la hace dejar de hablar, ni el miedo, ni el asco, ni los gritos, ni tampoco que en mi mano siga sosteniendo el cuchillo. Sus palabras me hacen cada vez más daño y ya lo único que puedo pensar más allá de esa maldita voz, es por qué no la hago callar de una vez. Es enfermizo.
No puedo hablar de esto. No merece la pena intentarlo. No quiero solucionarlo. No es una invención mía. No soy como la gente piensa. No buscaré más. No voy a parecerme a nadie. No tengo ganas de enfrentarlo. No funciono como tú. No sé encajar en el hueco. No sé luchar contra ella. No por más tiempo. No.
En la penumbra de la habitación y aún escuchando su voz como un eco que retumba en mi dolorida cabeza, sigo mirando mi reflejo. Mis ojos enfrentados a los suyos. Mi desangrado corazón enfrentado a mi fría y calculadora mente.
Sigue intentando convencerme, sigue lanzando palabras que van directas a clavarse en mi alma. Me dice verdades que no quiero escuchar. Quiero rendirme y dejar de luchar contra ella. Quiero que se calle.
Es mi mente la que me ha llevado hasta aquí, no me importa que ahora quiera frenar el impulso de acabar con todo, no es justo. ¿Quién me decía que no valía para nada? No era mi corazón, era ella. ¿Quién miró hacia otro lado cuando la crueldad me dio una patada en el pecho sin dejarme respirar? No fue mi corazón, fue ella.
Ahora no me digas que puedo salir de ésta, ahora no. Eres esa maldita arma de doble filo. Ya no sé si quieres ayudarme o matarme. No puedo confiar en ti. Has provocado con tus flaquezas mi aislamiento, has querido que esto acabe aquí y a la vez me dices que puedo seguir. Conseguirás que mi cabeza estalle en mil trozos.
No vas a frenar a mi corazón ahora. No serás capaz de controlar el impulso. Moverás la mano que sostiene el cuchillo, y lo clavarás donde sabes que habrá oscuridad. Porque tú me has traído aquí con tus malas decisiones, tus pésimos pensamientos, tus razonamientos erróneos y el escaso bloqueo a mis sentimientos. Soy así por tu culpa.
Ya casi no la escucho. No puedo entender lo que me dice. Un intenso pitido en mis oídos ha mediado entre ella y yo. La tenue luz que cubría la habitación es ahora más y más oscura. El cuchillo ha caído al suelo. Yo no tardaré en caer también. Ya no tengo fuerza en mis manos.
Ya tumbado empiezo a comprender la forma perfecta de ver las cosas, aunque mis ojos están cada vez más cerrados. Se trataba de vivir, de querer, de sentir. No había que huir, ni lastimar, ni dejarse matar.
Echo de menos su voz. Echo de menos ser yo.
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