Helenka estaba sentada sobre una alfombra de color vino, un poco polvorienta a causa de las puertas de la terraza a menudo abiertas. La sirviente se había ido de vacaciones, volverá mañana. O no… Ya nada estaba asegurado. Mucha gente huía. Los vagones salían saturados desde Varsovia. Era un milagro encontrar un sitio para subir al tren. La sirviente había encontrado un sitio de pie, en el último vagón donde la había metido su más reciente amante, el jefe de estación. Una mujer previsora. Sabía a quién querer en tiempos de preguerra. En fin ¿para qué limpiar alfombras si la guerra estaba tan cerca?
La niña no notaba nada extraño. Para ella era un domingo como todos. El viernes irá a la escuela con sus trenzas estrechamente enredadas, adornadas con cintas azules. De seda. Empezará el tercer curso. O no… ¿Para qué limpiar las alfombras, para qué estudiar si la guerra estaba tan cerca?
El uniforme de la escuela, bien planchado, estaba colgado en el armario. Esperando. La niña aún llevaba el vestido blanco de domingo. Tenía los labios pintados con una barra roja del tocador de su madre. Los padres entraron sin reparar en su maquillaje, apenas notaron su presencia. Mandaban sonrisas ausentes a la pequeña. La madre acarició la cabeza de la niña y sacó del costurero incrustado la cajita de hilos. Los tenía de todos los colores. Alcanzó el verde pálido, parecido a la tela del uniforme de su marido. Dentro del faldón cosió torpemente una foto suya con la niña. Todas lo hacían. Su madre en 1914. La condesa Lasocka en 1863 había cosido en el abrigo de borrego de su marido un retrato pintado por un artista rural. Se había congelado junto a él en las tundras de Siberia. La pelliza con el retrato se la habían llevado los compañeros de exilio. Calentó a más de uno. Stefan entró en el salón y ella le tendió el uniforme. Le quedaba muy bien. Helenka, tocaba con respeto la tela áspera, los botones brillantes, los galones de oficial del ejército polaco. Capitán de rango. El más apuesto del regimiento. A María le sangraba el dedo. Con el pañuelo se limpió la mano y se secó discretamente una lágrima. O dos.
Stefan cogió el disco que había elegido la niña y lo puso en el gramófono. La aguja se acercó al surco en la zona más desgastada a fuerza de escucharla. Un tango. Él tendió la mano a su mujer. La encerró en un abrazo firme y perfecto. Le sonrió. Una sonrisa cautivadora que ya había seducido a tantas mujeres. Y seguía seduciendo. A la guerra. Como si fuera un amor sin importancia. Una mujer fácil de seducir y de abandonar. Se equivocó. La guerra no perdonó nada y se llevó todo. El cuerpo, el corazón. La sangre y los huesos. El uniforme, la cartera, la última foto. El cuaderno con la última fecha de primero de abril de 1940. Dos cigarrillos. Era insaciable. Bailaron. Un tango. Él sabía bailar. Era el rey de los dancings de Varsovia. Todas las mujeres querían bailar con él porque sabía llevarlas como nadie. Hasta el último tacto, hasta un beso galante en la mano. La guerra no se dejó llevar. Lo llevó ella. Ella le besó la mano. Un beso frío, helado de primavera rusa.
–¡Papá, ahora conmigo! –la niña entró entre sus padres y separó sus manos. Las separó para siempre, pero no lo sabía, sólo quiso bailar con su papá como cada domingo. Como si fuera una mujer alta y con los labios pintados. La mujer que nunca será. Su padre la levantó. Sus sonrisas estaban a la misma altura, las mismas sonrisas. –¡Bailemos papá! ¡Nuestro tango, nuestro Último domingo!
María huyó del salón reteniendo las lágrimas. Huía de la música que había bailado tantas veces. Tango de los suicidas –así nombraron esa canción tan popular en Polonia en los años treinta por su letra triste y dramática. Pero nadie pensaba en la letra bebiendo champán. A nadie le importaba que se había derrumbado el mundo de un hombre engañado por una mujer. Nadie lloraba escuchando el último deseo de ese hombre antes de suicidarse: un domingo con ella.
Hoy, todo era distinto. Se derrumbaba el mundo, todos lloraban, todo importaba. María ahogó su grito en las plumas blandas de la almohada. Cerró el oído a la voz de la niña que no paraba de cantar.
–Tú podrás seguir con tu alegría. Qué será de mí, ya lo verás. Ultimo domingo, nuestro sueño dorado, se acabó…
Tuvo ganas de correr hacia la niña y cerrarle la boca, pero seguía oyéndola, seguía oyendo la voz de su marido diciéndole en francés para que no se enterara la niña: Marie, dile que me voy de viaje, que volveré cuando pueda, pronto. Elle peut rien savoir!, su voz se volvía dura, el acento polaco era demasiado fuerte para las palabras francesas. Traspasaba el oído de la mujer. Chirriaba como un mecanismo oxidado.
¿Cómo mentir? ¿Cuánto tiempo? ¿Qué decir cuando las lágrimas no paraban de inundar los ojos? ¿Qué viaje, qué pronto, qué volveré? Ella sabía que de estas guerras no se volvía. Hubo demasiadas en su corta vida. Una estadística cruel: una guerra por generación. Una selección sistemática.
No sabrá mentirle. Sabía cuánto entendían las niñas de diez años. Sabía también que su hija entendía muy bien francés. Y que sabía cantar. Y ahora se maldecía a sí misma por haberle enseñado esa canción.
–Vas preguntando que cómo y cuándo, a dónde iré, lo sé, hoy me queda en la vida, una sola salida, la cual no tediré…
El mundo se derrumbó el primero de septiembre de 1939. El mundo de todos. La sirviente no volvió el lunes. Nadie limpió la alfombra. Después de la guerra la trocearon unos campesinos y se hicieron abrigos. Helenka no se puso su uniforme y no fue el viernes a la escuela. Nunca volvió a bailar con su padre.
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