Mis ojos cerrados no lo estaban por no querer ver, todo lo contrario, los apagué para no hacer perder ni una sola coma al los otros sentidos que me pedían a gritos que les dejara paso. No hablo del tacto al que tenía algo distraído manteniendo mis manos a la espalda, ni del oído solo activo parcialmente para dejarle escuchar el chisporroteo, el crujido en forma de quejido de la leña al sucumbir en las llamas que calentaban la olla de hierro fundido que contenía el guiso de mi abuela, los borbotones que le generaban y el cómo cacharreaba ella a su alrededor.
Allí estaba yo en el umbral entre la hambruna que duele y el deleite de mis otros sentidos, de los que falta por enunciar: el olfato, el que me llevó en volandas desde donde estuviera, y el gusto que ya se relamía y deseaba entrar en acción obligando a mis glándulas a salivar como si de un manantial se tratara.
Venía desde mil lenguas de distancia, y digo bien, lenguas, mi vara de medir tras llevar la mía afuera a causa de tanto esfuerzo. Dichos sentidos imprimieron al resto de mi cuerpo la motivación necesaria para salvar las cuestas interminables que me separaban del premio de estar donde me encontraba, cuestas ineludibles que dejé atrás para ser el primero y llevarme las mejores tajadas, cuestas que ni decenas de látigos de siete colas conseguirían que las superara a tremenda velocidad.
Mis pantalones roídos de pana negra los amarraba a mis estrechas caderas con un cordel a modo de cinturón; yo no los estrené ni tampoco lo haría el hermano que los recibiría en herencia, el que me sigue en la línea sucesoria de la corona que sustentaba el pobre de mi padre. Mi camisa la llevaba anudada a mi exigua cintura; ella era la única que recordaba que fue blanca, que una vez fue planchada e incluso que tuvo una hilera de botones marfil. Mis pies, por su parte, pretendían estar protegidos por unas alpargatas más agujereadas y polvorientas que mi propia existencia. Toda mi indumentaria intentaba ocultar los signos evidentes de malnutrición; pero ese día tocaba resarcirse, ese día mi enclenque cuerpo al completo se daría por fin un gran festín.
Mi estómago rápidamente lo adivinó y comenzó a segregar jugos gástricos, un trabajo al que no estaba acostumbrado en los tiempos que corrían por aquel entonces pero, no por ello, había alejado de su memoria porque… ¿a quién se le olvida el quehacer para el que ha sido creado y dotado?
Precisamente por ello, los sentidos se pueden atrofiar o incluso perder, pero, si no es el caso como a mí me pasaba en aquel instante, todos ellos se mantienen alerta para proporcionar al que los porta los placeres para los que fueron concebidos. Ellos lo saben, lo tienen muy presente y nunca traicionarían a su anfitrión porque si así lo hicieran perecerían junto con él.
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