El que inquiere buscando verdades siempre termina, tarde o temprano, deslizado por la misma corriente trazada en fuego, la ficción. De esta no ha de presumirse bondad o maldad alguna, ella simplemente es, a secas. Por ella gira y danza la tierra, así como también las gotas de lluvia corren por el aire, buscando algo que las esconda de la perfección de sí mismas.
Así se han creado castillos de cristal sin paragón, con tan solo un papiro, un logograma, un jeroglífico, una imprenta, con un alguien que impregne de significado algunas delicadas palabras es suficiente. Así fue construida toda «verdad», como también se erigió al tan particular sujeto moderno. Pese a toda aparente adjudicación de ésta o aquella consecuencia, la ficción no puede juzgarse, ya que no hay discurso que escape a ella. Es como una sombra, ineludible, tensa, reinando cuando todo desaparece.
Encuentro en ella algo sumamente bello, será porque siempre me gustó la primavera. El rubí de las flores, matizado por lágrimas de lluvia, se me impregnaba en la retina. Los millones de robustos y delicados verdes que los árboles le otorgan al mundo eran, quizá, uno de los tesoros mejores guardados de la naturaleza. El contemplar el abismo nunca fue cosa sencilla, mucho menos si un diente de león se posa diminuto en el borde del acantilado, demostrando lo insólito y particular de la belleza del instante.
La exaltación esporádica de cada minúscula parte del todo puede hacerlo perder a uno en la eternidad. El ser capaz de detenerse y encontrar tales momentos los llevará hasta su muerte.
Una y otra vez alguien observa por el Aleph y contempla el infinito.
Ve a miles de Zarathustras que bajan de las montañas justo cuando cabalgados dragones blancos recorren los cielos trazando a cada instante historias sin fin.
Se escucha una sonata de Mozart, luego la appassionata de Beethoven, la piel se estremece, no sabe cuánto duró, no importa, hay cosas que son atemporales.
Hasta encuentra los fascinantes mundos perdidos que una vez Sahrazad le contó al rey Sahriyar en su lecho.
Es algo de lo más peculiar esa contradicción que yace bien en el fondo de la razón. La indefinida y excéntrica lucha entre lo extremadamente finito y lo sublime de lo eterno, la respuesta nunca dada a la pregunta por lo incognoscible. Incómoda posición la nuestra.
Se cuenta que en un astro de la vía láctea, luego de creado el conocimiento a manos del hombre, momento particular del que dicen duró cinco minutos, se enterró en un gran cofre bien lejos del alcance de lo finito, los conceptos de Dios, del Alma y del Mundo. Así, muchos sin percatarse de su imposibilidad siguen en busca de tan loables fines. Creando en el camino montones de ficciones, nuestro único tesoro.
Algo ineludible nos aqueja, cada ficción en medida en que es en acto, deja su futuro lugar en el tiempo y se cierra sobre sí misma. Es un todo que no responde más que a sus propias preguntas, es la contradicción misma de ser un instante eterno, una huella irrastreable y permanente que pronto se borrará para siempre.
La primavera es un poco así, uno no puede imaginarse como era un jacarandá antaño, se lo apreciará como si nunca se lo hubiera visto y solo eso importará, el púrpura posee ese encanto de nunca borrarse de la memoria.
Todo confluye en la ficción, todo dejará de ser, lo único que nos queda es encontrar ese instante donde no existe tiempo. Y morir ahí, una y otra vez, en cada uno de esos momentos que nos dejan el sabor de la eternidad en la boca.
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