Aún mudan sus harapos los fantasmas de mis dudas,
cuando las vías me despiden con lágrimas de granito.
Un acerado traqueteo me aleja de la tierra que, dolorida, rechazó mi semilla.
Pago con la más tangible de mis tristezas
el reproche que me imponen vuestros ojos.
De nada valieron las manos arañadas por el algodón,
ni el artificio de los tiempos mejores,
ni la penitencia del hambre.
A mis espaldas el aire se lamenta, herido por el afilado adiós de tus manos.
No llega mi aliento hasta los jazmines que agonizan en las aceras y, sin embargo,
aún puedo escuchar el rumor de los huesos que se retuercen incómodos en el cementerio.
Lloro sobre una vergüenza que no he elegido.
Sirenas afónicas se arrastran por los andenes tratando de seducir a los demonios
que vomitan culpas para obstruir el camino,
y frente a la estación del abandono el alma descarrila.
En mi maleta llena de inviernos no había sitio para el azahar de las primaveras,
pero pude llenar el único hueco, con la promesa de no olvidaros.
No sé si frente a los espejos de feria del mañana seguiré siendo yo,
no sé si llegaré tarde al reparto de El Dorado,
no sé si llegaré sin nombre o llegaré invisible.
Durante el viaje coloco espantapájaros a los lados del camino
suplicando la resistencia del pan.
Las raíces son manos de niño que se hunden desesperadas en la tierra,
y que no entienden las despedidas forzadas;
tejido vascular que se aferra en vano a la savia estéril.
Mi carne se duele por las estacas de las fronteras
y mis oídos tristes aborrecen las mentiras de las bisagras
de falsas puertas pintadas sobre los muros.
La monstruosa distancia se alimenta de cunas abandonadas,
mientras la tierra desolada sigue ahí;
negando el olvido.
Y, a pesar de todo, esperanza. Si no ¿Para qué estas ansias por respirar, por mantenernos a flote sobre el lodo, deseando furioso rescatar vuestra risa?
Bajo la influencia de esa esperanza, robo un futuro que aún no me pertenece,
para ver el mecanismo reparado de vuestros ojos
devolverme la dignidad arrancada a zarpazos.
Al llegar al mañana,
me sorprendo naciendo desde un vientre que no reconoce mi llanto,
tampoco mi memoria recuerda el eco de sus latidos,
ni las extrañas palabras de su canción de cuna.
A pesar de la distancia, la onda expansiva de vuestro dolor
quiebra los dientes de mi sonrisa,
y el engranaje de mis labios se desprende laboriosamente del rechazo.
Los huecos de las fotografías delatan mi ausencia,
y lloro con lágrimas de niño viejo.
Con mis propias manos construyo una soledad que me sirve de refugio,
un lugar donde perseguir espejismos de atajos hacia lo perdido.
Mis dedos de niño raíz, aún embarrados de tierra remota,
se estremecen al contacto con el agua de una lluvia nueva.
Levanto mi rostro para recibir al mismo sol que recoge vuestro sudor
y lo deposita con ternura sobre mi frente.
Y en las noches, sobre las calles dormidas, mis pasos forasteros
dan sentido a los caminos recién nacidos,
mientras la esperanza, imprudente y necesaria,
vuelve cada día para contarme su historia
sobre el ansiado y, tal vez, imposible regreso.
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