La leyenda de la Mancha

La leyenda de la Mancha

Kramen

25/04/2017

Cuando naces en la meseta, lo haces para morir en vida. No te dan una oportunidad siquiera de escoger. Te lanzan al infierno y te piden que no llores. Al principio cuesta, después te acostumbras como a todo.

No hay nada allá donde mires. Pero en cambio cierra los ojos y el mundo se descubrirá misterioso. Apenas corre el aire… aunque cuando lo intenta mil fragancias flotan sobre él. Tomillos salvajes y limoneros se entremezclan junto a romeros y lavandas. Las mimosas son estrellas colgadas de los árboles cuando cae la noche llegada la primavera.

Qué decir del olor del pan y quesillo de la antigua estación, regaba de su aroma dulzón más de diez manzanas, y el azafrán como gotas púrpuras florece entre la agrietada tierra. No hay rastro del agua, salvo cuando se avecina tormenta. Entonces huele a barro a kilómetros de distancia, y hasta los niños salen de sus casas a bailar bajo la lluvia.

Los mejores olores manan de las casas a mediodía, escapan por las exhaustas ventanas abiertas, inundando las calles, generando envidias entre las vecinas que escamotean tras los visillos. Olor al mosto de la vendimia, al aceite en las prensas… flores blancas de almendro visten las raquíticas ramas después del frío invierno. Y acuchillados los cereales, se desangran con cientos de amapolas de manchan hasta el alma del más puro.

Pero nada puede compararse con el océano y su sal. Cloruro sódico dirían los prosaicos, Na Cl gritan las heridas abiertas. Amaneceres con las ventanillas abiertas para poder captar el sutil toque marino al acercarse al fin del trayecto. Algas verdes, azules y rojas, flotando en el aire junto a las olas que rompen en rabiosos mordiscos de espuma. La brisa húmeda del puerto a la llegada de las diminutas embarcaciones llenas de pescados.

Sangre y escamas, agallas palpitantes soltando sus últimos suspiros mientras un descendiente de Gongora rastrea el horizonte detrás de su nariz, que le pinta un mundo oculto a la mirada. El frescor contra la podredumbre, vida escurriéndose entre la muerte estancada del lodo en las marismas. Una vida que crece por etapas como una enredadera. Durante años nada superó aquel primer momento que descubrió el mar y sus playas.

Las ferias con sus garrapiñados y palomitas dulces, únicamente sucedían una semana al año, se difuminaba en la memoria como el incienso de los pasos de semana santa y sus claveles, las romerías con sus portales de musgos.

Aunque fue al llegar la adolescencia tardía cuando encontró su verdadero filón. Los destilados le hicieron perder la cabeza. Whiskeys que olían a turba y madera, ginebras con toques de enebro, anises, anisados, jereces y amontillados hasta llevarle al duende verde con su ajenjo o al negro regaliz. Alambiques y serpentines, vapores etílicos jugando por toboganes infinitos que licuan la verdad en gotas de esencia. Un universo exclusivamente eclipsado por el perfume de una mujer, el cruce de cuatro pupilas con ganas de comerse el mundo y un par de narices.

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