Mi abuelito Miguel

Mi abuelito Miguel

Roberto

20/04/2020

Hace años, mi madre con cierta pena y nostalgia, nos compartió una anécdota de su infancia; se refería al fin de cursos de su tercer año de primaria. 

Llegó con el abuelo, feliz, entusiasmada y presumiendo la leyenda de «reprobada» que habían puesto en su boleta, como si aquello significara ¡muy aprobada!, mi abuelo, en lugar de sacarla de su error; le abrazó, y más tarde llegó con un regalo. 

En 1963 mis abuelos emigraron a la ciudad donde vivíamos. Creí que vivirían con nosotros, pero ellos, prefirieron la independencia y rentaron una modesta casa en una colonia cercana a la ciudad. En ese tiempo, mi madre para cooperar con la economía familiar, preparaba deliciosas gelatinas con un toque agridulce que las distinguía de otras, su venta era por medio de niños repartidores; mal negocio para mi madre, que a sus hijos nos gustaran tanto.

–Debería tener un negocio de venta de huaraches, ¡ya vería si se los comían, condenados!

 –Decía mi madre y, asomaba su adorable sonrisa.

Recuerdo con nostalgia, las filas de gelatinas de brillantes colores sobre la mesa del comedor. Mi abuelo pidió a mi madre que a él también le surtiera, A partir de ese día, me encargaron llevarle a diario, una charola con gelatinas. Muy de mañana abordaba el camión urbano que pasaba justo frente a mi casa; a punto de llegar a mí destino, desde el camión y aún a oscuras, distinguía la figura de mi abuelo esperándome en la puerta de su casa; antes de regresar, ayudaba a mi abuelo a instalar su negocio, tan solo una mesita de madera con mantel; la venta tenía que ser tempranera, pues el calor no perdonaría derretirlas. Yo me apresuraba para regresar por mi entrada a clases. 

Lejos estaba de imaginarme que mi abuelo estuviera enfermo. Siempre erguido y en constante actividad; de mirada fuerte, y ojos que reflejaban inteligencia y a la vez dulzura. 

Era un roble, no lo recuerdo postrado en cama o quejarse de alguna dolencia; adorado esposo, padre, abuelo… Ser humano. Aquella propiedad contaba con un amplio terreno que tal pareciera esperaba las manos recias de mi abuelo para dar cabida a una pequeña granja; mi padre le llevó los pollitos para iniciar la crianza, rápido crecieron y cambiaron su plumaje amarillo y su cuerpo redondito, por una figura larguirucha y traje blanco. Por las tardes que visitábamos a mis abuelos; me gustaba meterme en aquella granja y darles de comer granos de maíz a los polluelos y verlos arremolinarse a mí alrededor. 

Casi olvido mencionar que mi abuelo, quedó mudo años atrás; siempre portaba una bufanda para ocultar el orificio de la traqueotomía, que le practicaron para extirpar un tumor cancerígeno; para comunicarse escribía su pensar en pequeñas hojas de papel; que impresión lo puntiagudo del lápiz que usaba para dibujar aquella letra impecable.

Disfrutaba estar a su lado, aun cuando él no era de jugar con niños,  tras su gesto adusto y esa personalidad de hombre rudo, habitaba un ser de bondad, que no escatimaba en demostrarte el amor.

Recuerdo a mi madre ordenarme:

– ¡Roberto, lávate las manos, que vamos a comer! –Gritaba mi madre desde la cocina.

Mi abuelo al escucharla, y ver que yo no me inmutaba, con un fuerte aplauso llamaba mi atención, y al voltear a verlo, con su mano me indicaba que me acercara a él, me tomaba de la oreja y me llevaba al lavabo para restregar mis manos con estropajo y jabón. En realidad era un juego y, yo me dejaba llevar sin problema. Es increíble como algo tan elemental, nos llega a marcar, pues, el lavado de mis manos, a veces exagerado, sin llegar a trastorno, se convirtió en hábito de por vida.

Duró poco tiempo su estancia junto a nosotros, el cáncer reapareció, y  regresaron a la ciudad de México para mejor atención, pero no hubo mucho por hacer; falleció un primero de marzo, cuatro días antes de los quince años de mi hermana María Elena; aquella gran fiesta fue cancelada. Días antes mi madre se había trasladado a la ciudad de México a cuidarlo, llevó a mi hermano Sergio Alberto, de apenas cinco meses. A su regreso la fuimos a recibir a la terminal de autobuses, tengo clara su imagen, con mi hermano en sus brazos, ella toda de negro y su cara triste como pocas veces le vi.

Mi abuelo partió sin despedirse de mí. Creo que fue lo mejor, no lo hubiera entendido. Cualquiera simplemente diría: «murió, o se fue al cielo o está en un lugar mejor».

Como si eso fuera tan simple.

Según mi madre, yo tenía gran parecido con mi abuelo y eso me daba ciertos privilegios, que gocé hasta la muerte de mi madre.

Dos años más tarde me tocó emigrar a la ciudad de México, para estudiar secundaria y posteriormente la universidad. Estar alejado de mis padres y enfrentarme a la gran ciudad, marcó un cambio sustancial en mis años posteriores, que ya tendré oportunidad de relatar.

Pero volviendo a lo de mi abuelo, fue en tiempos de secundaria, cuando me entró curiosidad por ver la tumba donde había sido sepultado; ni remota idea tenía del gran tamaño del panteón Jardín de la ciudad de México, era la primera vez que ponía mis pies en ese sitio, y no tenía ni remota idea de la ubicación de la tumba, aun así, me aventuré a buscarla. Y recorriendo andadores, entre cipreses que apuntaban al cielo y lápidas frías, iba leyendo los nombres de los difuntos y los epitafios; algunos tristes y otros, hasta graciosos; después de un rato me di por vencido.

¡Qué locura aventurarme de esta manera!

A punto de abandonar mi objetivo, voltee al piso, al frente de mis pies una lápida con la inscripción:

                                                 Miguel Grande Mera

                                          06-abril-1890 / 01-marzo-1964

¿Casualidad?

Por supuesto le recé un Padre Nuestro, y aunque estaba seguro de que no me escuchaba, solo pude susurrar:

“Gracias”. Te quiero Abuelito.

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