Recuerdo cuando tenía 12 años y mi madre había fallecido de leucemia, tanto yo como mi hermano quedamos a cargo de mi padre, legalmente claro, la realidad es que yo tenía que cuidarme sola y al mismo tiempo cuidar de mi hermano que tenía apenas dos años, me convertí en madre de mi hermano, vendía fruta por la calle para ganar algún dinero, aunque no nos faltaba nada en casa, mi padre no me daba nada para mi, si quería algo tenía que ganármelo. Era una infancia dura, pero supongo que como la de la mayoría por aquel entonces, en el 1965 las cosas no eran fáciles, por lo menos en Portugal, mi país, mi tierra.

Fueron pasando los años y las cosas no eran más fáciles, en el año 1973, en mi 20 cumpleaños tomé una decisión que cambiaría mi vida, marcharme del país, cruzar la frontera e irme a España, y eso fue lo que hice, acabé viviendo en un pequeña ciudad gallega. Toda mi gente me llamó loca cuando estaba cogiendo el tren, pero yo estaba decidida, necesitaba el cambio y así actué.

Los primeros meses fueron difíciles, casi cada día me planteaba el regresar a mi país, a mi casa, pero cogí fuerzas no sé de donde y me quedé, Finalmente encontré trabajo de camarera en un bar que estaba debajo de mi piso, trabajaba innumerables horas, pero por lo menos tenía un suelo en el que vivir.

Poco a poco, fui forjando un grupo de amigos y a su vez, comencé una nueva vida, conocí cantidad de personas, claro está algunas buenas y otras, vamos a dejarlo estar. A medida que pasaba el tiempo me fui haciendo aun más dura, gracias a los incesantes desprecios de ciertas personas que no hacían nada más que decir que me volviera a mi país. Pero aun a pesar de todo seguí luchando hasta que encontré al amor de mi vida, un marinero que me cambió la vida, en poco tiempo ya estábamos viviendo juntos. Recuerdo el día que me presentó a su familia, fue un verdadero descontrol, su padre intentó por todos los medios que me dejara, no querían a una extranjera en su casa, no podía ser que su hijo estuviera con alguien de fuera del país, aquello era un pecado estaba humillando a la familia.

Tras el primer año quedé embarazada y bueno ahí comenzó una serie de insultos que no merecen la pena tan siquiera nombrar, aunque eran clásicos hacían daño, por fortuna mi pareja y futuro marido confiaba en mi ante todo y eso fue lo que nos mantuvo fuertes durante años.

Cuando nuestra pequeña tuvo cinco años, tomamos la decisión de casarnos, a la boda solo fueron unos amigos y nadie más, su familia aunque era muy grande se negó a asistir y la mía estaba demasiado lejos. Fuimos pocos pero lo recuerdo como el mejor día de mi vida, claro está, después del nacimiento de mi pequeña.

Siguieron pasando años y la familia de mi marido jamás nos aceptó ni a mi ni a mi hija, que era lo que más me dolía, mi pequeña no tenía la culpa de donde era su madre, pero yo no podía hacer nada por cambiar a la gente, ella creció sin el cariño de sus abuelos, ni de sus tíos, ni tan siquiera conocía a sus primos, pero entre yo y su padre intentamos que fuera lo más feliz posible.

Cuando murió su abuela apenas lloró, y lo entiendo, pero lo peor de todo fue después, recuerdo que cada vez que mirábamos a su abuelo yo la mandaba ir a darle un beso pero un día, cuando la niña iba a junto de él, sin pensárselo dos veces le giro la cara y le negó el beso, actuó como si no la conociera de nada, desde ese día, mi pequeña jamás fue a junto de su abuelo e incluso mi marido se distancio por completo de su familia.

Eramos felices los tres, daba igual lo que opinaran de nosotros, los tres teníamos claro quienes eramos y sobre todo que nos queríamos. Los tres teníamos algo en común, eran ciudadanos de nuestro propio país, nuestro hogar.

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