Lejos en Berlín

Lejos en Berlín

Javier Rosenberg

22/03/2020

Fito tenía razón. “Lejos en Berlín, lejos de todo y hasta lejos de mi” dice la letra de esa canción que salió allá por los ochenta. Había algo en ella que me llamaba mucho la atención. Habré tenido trece o catorce años apenas, y la idea de “Berlín” y de estar “lejos de todo” ya comenzaba a rondar en mi cabeza con cierta fascinación. Tenía que venir a Berlín.

La idea estuvo ahí por un tiempo. Después me olvidé. Fui a estudiar, crecí, trabajé, pero cuando me casé, le propuse a mi señora hacer nuestra luna de miel en Alemania. Si ya sé que no es muy romántico, pero ella aceptó. Planeamos quedarnos un año nada más, justo hasta después del mundial de futbol del 2006. Pero no resultó como lo habíamos imaginado. No nos importó perder el pasaje de vuelta. Éramos jóvenes, nos gustaba conocer gente nueva y nos divertíamos haciendo los más diversos trabajos, como ser mozos en los casamientos indios o repartir volantes para un museo vestidos con trajes de vaqueros. Todo nos resultaba fácil. Si hasta creímos que podíamos aprender alemán. En fin. Pasaron los años y de repente nuestro primer hijo, Santiago, estaba en camino. Ups! ¿No será hora de volver a casa? Pensamos. Llegamos a la conclusión de que tal vez la respuesta era un sí, pero no lo hicimos. La aventura alemana aun no terminaba. Todavía quedaba tanto por descubrir y aprender, que en un cerrar y abrir de ojos, nos encontramos buscando kindergarden. Sí, nuestro español ya estaba lleno de palabras alemanas que castellanizábamos”: Mañana tenemos un termín, ¿pagaste el finanzamt? o subí el heizung que me cago de frío.

Siguiendo la historia. Cuando Santiago empiece la escuela volvemos, nos dijimos una noche. Y ese día llegó, y nosotros, como si nada, posando en el patio de la escuela con ese extraño cucurucho que se les regala a los niños al empezar la escuela.

Ok, cuando entre a cuarto grado entonces lo hacemos. El pobre ya nos estaba enseñando a conjugar correctamente los verbos y nosotros seguíamos aquí, eso sí, bien abrigados.

Pero no todo era bueno y maravilloso. No voy a mentir contándoles que cuando mi viejo murió, odié con toda mi alma estar tan lejos.

Al tiempo la noticia de nuestro segundo hijo llegó. Fue a partir de su nacimiento más o menos que, por ejemplo, cuando nos queríamos comprar los cuatro pasajes de avión para cruzar el atlántico, o sobre todo en invierno, después de ponernos los ochenta millones de sacos y pullovers, unterhoses, gorros y bufandas para salir de la casa—los que viven en estos países saben— nos empezamos a preguntar seriamente qué carajo estábamos haciendo acá. Así que, sin proponérnoslo, llegó el día de poner las cosas sobre la balanza. Quince años habían pasado. Por el lado berlinés, estaba la tranquilidad de vivir en un país seguro y organizado, estaban los nuevos amigos, estaba todo lo que habíamos conseguido y estaba Berlín.

Del otro lado poníamos a la familia que seguía juntándose los domingos a comer un asado para después mandarnos fotos —Facebook es cruel en eso— También estaban los viejos amigos y esa argentinidad que se salía de la vaina por una empanada o cada vez que nos encontrábamos a alguien tomando mate en el parque. También estaba esa certeza de que, aunque aprendiéramos perfectamente el idioma o pasásemos una vida entera aquí, nunca íbamos a dejar de ser extranjeros, personas con “migraciónhintengrund”; parias. Pero por sobre todo, lo que más pesaba en el lado argentino, era que teníamos un país entero. Un lugar que, a pesar de ser difícil y lleno de problemas, era nuestro.

Fito tenía razón y ahora entendía algo más de la letra de esa canción que dice: “Lejos en Berlín, lejos de todo y hasta lejos de mí.”

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