“Gracias por todo tu esfuerzo, por la dedicación y el apoyo que nos brindaste, cualquier cosa te llamamos.” Eso decía el mensaje que me hizo nudo la garganta.
Asentí abriendo mis ojos enormes, pretendiendo que la desesperanza no los aguara, respiré profundo y tecleé montón de respuestas que no logre enviar, no tenía manera de responder a mi aparente despido, así que al final fue solo un agridulce “Gracias”.
—¿Debería buscar trabajo ahorita? —pregunté a mi madre, que de nuevo me miraba compasiva.
Ya lo sabíamos, ambas sabíamos que pasaría, que en el momento que fuera prescindible me botarían, lo que no sabíamos era cuándo pasaría y lo que haría yo después.
Estaba tontamente confiada en que terminaría el ciclo escolar dando clases, pero el gobierno diligentemente atendió a lo que alrededor se decía, y dejó las escuelas vacías, acabando con lo único que yo tenía seguro: la esperanza.
—Espera a que todo mejore —dijo mamá sonriendo sin alegría.
Asentí de nuevo. Haría lo que todas las maestras harían, me quedaría en casa con mi familia, con la única diferencia que a mí ya no se me pagaría; me prepararía para ir acumulando problemas y necesidades, intentando que el estrés no acabara conmigo antes de que algo mejorara, o que cualquier cosa pasara para que de nuevo me llamaran.
Desalentada, angustiada y, también, algo aliviada de no tener que salir en esta contingencia, subí a mi habitación, encendí la lap y me puse a organizar mis proyectos de escritura que por tanto tiempo, y tanto trabajo, había dejado olvidados.
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