Un pequeño paseo era la distancia que separaba la casa de Angelines del mirador de Rompemar. Era un camino de tierra que, pasando por el bosque, llevaba a dónde mejor se veía el mar. La primera vez que fue a ese lugar, Angelines iba en brazos de su madre. En esa pequeña senda dio sus primeros pasos, agarrada a las piernas de su padre. Con los años, iba al mirador de la mano de sus hermanos; corriendo, saltando, cantando. Había cogido flores, piedras con poderes mágicos cuando era niña, hojas para guardar en libros y hasta hormiguitas para criar en una cajita. Anduvo con frío en invierno y con aire fresco en las noches de verano.

Las veces que Angelines dio ese paseo son innumerables, los años, sumaban ya ochenta y siete. Pero cada vez, llegar hasta ahí, le suponía más esfuerzo. Andaba despacio, dando pequeños pasos, ayudada de su bastón, parando para descansar. Desde el mirador, de pie o sentada en el banco, Angelines contemplaba el paisaje de los vertiginosos acantilados que, firmes, plantaban cara a las combativas olas del océano Atlántico. Las gaviotas volaban a su aire. Los árboles aludían a la eternidad.

Su rostro, aún envolviendo un alma joven, mostraba el paso de los años; un pelo color blanco ceniza, recogido en una pequeña cola. Una piel marchita, con marcadas arrugas de la edad. Unos labios finos, que a duras penas dibujaban una sonrisa. Y unos ojos verdes que conservaban aquella intensa luz de cuando un niño empieza a mirar.

Siempre que Angelines se acercaba a la barandilla del mirador, le asomaban sus sentimientos más profundos. Había reído de pequeña, soñó cuando fue adolescente, quiso volar siendo joven y cuando se hacía mayor, le pedía deseos a aquel gran océano. Con el tiempo, sintió también melancolía, nostalgia, ganas de agradecer. Los anhelos de futuro cedieron ante los recuerdos del pasado.

Las últimas semanas, cuando se arrimaba a aquella barandilla, lo hacía con tristeza. Angelines era consciente de que algún día, cada vez menos lejano, dejaría de escuchar aquel rugir continuo de las olas, de sentir el aire frío en sus mejillas o de ver el inmenso cielo azul. A veces hasta lloraba, era entonces cuando se agarraba con fuerza, apretando los puños, para evitar que nadie pudiera llevársela de ahí.

Angelines se sentó en el banco. Estaba cansada. La edad y los recuerdos le pesaban, sus piernas ya saltaron lo suficiente. Suspiró.

Miró a su alrededor, pero no lo hizo para recordar, no para verse cuando era joven, no para buscar flores. Quería asegurarse de que estaba sola. En el camino, en la pequeña explanada, en el otro banco, no había nadie más en el mirador. Sonrió nerviosa, sentía emoción. Dejó el bastón apoyado en el banco y del bolsillo de su bata cogió un teléfono móvil. Lo observó dubitativa. Con lentitud, marcó uno tras otro un número de teléfono. Cerró los ojos, los abrió de nuevo, y llamó. Suspiró pensativa. Esperanzada, se acercó el auricular.

—¿Diga? —respondió un hombre mayor con tono desapacible. Se oía la televisión de fondo—. ¿Quién es?

Angelines sonrió al reconocer aquella voz. Se puso la mano en el pecho, cerró los ojos, tragó saliva, intentó no llorar.

—¿Diga? —insistió el hombre impaciente, alzando la voz, esforzándose al hablar—. ¿Quién es? ¡No oigo!

Al rato, Angelines respondió.

—Julián… —dijo emocionada y con temblor en la garganta.

—Sí, ¿quién es?

—Soy Angelines —dijo vocalizando su nombre.

—¿Cómo? —se sorprendió Julián—. ¿Angelines de Rompemar? —pareció reconocerla inmediatamente.

—Sí, Julián —respondió nostálgica.

Cago’en diez… —rió emocionado. Se escuchó un golpe y el ruido de la televisión desapareció. El tono brusco del anciano dio paso a una voz dulce y amable—. Angelines… Pero, por el amor de Dios… ¿Cuántos años hace…?

—Muchos, Julián, muchos años.

Se podía intuir un llanto al otro lado del teléfono. No había palabras más claras que aquel largo silencio. Al cabo de un rato, Julián tomó la palabra.

—Pero, Angelines, ¿por qué no me llamaste? Te di mi número, pensaba que lo habías perdido…

—No, Julián, no lo perdí. Lo tenía bien guardado.

—Entonces, ¿qué pasó? —balbuceó—. Pensaba que…

—Julián —dijo ella tajante, intentando no llorar—, escúchame.

Cogió aire.

—Ojalá no hubiera estado casada, Julián.

—¿Pero…? —se conmovió el anciano.

—Cuando te conocí, Julián —se le cortaba la voz—, que ojalá no hubiera estado casada cuando te conocí.

Julián no respondió. Tal vez cerró los ojos, puede ser que llorara, seguro que recordó. Angelines tampoco quiso decir nada más. Miró el teléfono con tristeza y colgó. Con un suspiro intentó detener su llanto. Buscó un pañuelo de tela que tenía en el bolsillo y se secó las lágrimas. Quiso agarrarse a su bastón, pero le temblaban las manos y de un desliz, resbaló y se le cayó al suelo.

Angelines apoyó de nuevo la espalda en el banco. Se dio cuenta que, tras esa llamada, desapareció un angustia que llevaba cargando desde hacía años. Respiró tranquila, satisfecha, algo arrepentida.

Al cabo de unos segundos, levantó la mirada. Aquellos ojos verdes que jamás habían dejado de brillar, aquel día se iluminaron más que nunca. En ellos se podían ver reflejados los árboles, el cielo, el mar… Pero lo que escondían, lo que vieron durante una vida, quién los pudo mirar de cerca, solo ella lo sabía. Aquellas arrugas marcadas en su rostro solamente evidenciaban todo lo que había reído, también algo de lo que había llorado. Aquel pelo blanco y recogido, antes había sido una larga melena peinada y acariciada. Fueron los años los que lograron dibujar aquella sonrisa, cómplice, en sus finos labios.

Cada vez más relajada, Angelines quiso disfrutar de la maravillosa vista que le brindaba aquel paisaje. Necesitaba ver el horizonte, sentir la fuerza de las olas, respirar el aire fresco del mar. Mirar al cielo y ver las gaviotas sobrevolando los acantilados. Sonrió aliviada, ahora sí. Ya no estaba triste.

Escuchó el sonido del mar y cómo se desvanecía poco a poco. Dejó de sentir el frío en sus mejillas, cada vez más tersas. Apreció cómo el aire cesaba. El cielo se oscureció, solo para ella. Su cuerpo se apaciguaba lentamente. Angelines cerró los ojos.

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