Las ciudades en domingo se convierten en decorados en los que ensayar la vida real que representar al día siguiente.

Los actores salen sin el vestuario, despeinados, sin maquillar.

Deambulan para hacerse con el espacio sin regidor ni marcas en el suelo.

En el pueblo nos vestíamos de domingo.

Mi ciudad sigue en domingo desde hace dos viernes.

En mi barrio el decorado de piedra se ha quedado vacío de turistas

y la catedral se ve más sola, pero al mismo tiempo más digna.

Me recuerda las conversaciones con mi vecina al vernos en la plaza:

“Recuerda que solo somos atrezo para sus fotos”, decía siempre.

Y ahora que nos hemos quedado sin público al que entretener, no sabemos hacer otra cosa más que ser nosotros mismos.

En mi barrio, dentro del decorado, hemos quedado atrapados los que teníamos llave.

La vida pasa despacio, o a la misma velocidad. Quien sabe.

La música ambiental ya no suena.

Nos hemos adaptado al silencio y empezamos a escucharnos los unos a los otros.

Si hay luz, porque sale sol, nos dejamos ver en las ventanas.

Como si las fachadas estuvieran desnudas y por pudor,

las vistiéramos de sonrisas tímidas y saludos ingenuos de quien no sabe como actuar.

Las conversaciones se vuelven públicas, los sentimientos privados.

Los disfraces pierden su sentido.

Nos mostramos en pijama ante el resto. Nos maquillamos para llamar.

Las mascotas pasean a los dueños.

Altivas, sabiendo que deciden quien puede y quien no.

Ajenas a la guerra que se escucha de lejos,

que aún no se huele,

pero de la que se ven los fogonazos cuando se hace noche.

Al empezar el día pasamos lista para ver quien ha quedado atrás.

Al acabarlo subimos la música para no ver.

La vida pasa más despacio. Descontrolada, sin rumbo, sin saber frenar.

Los días pasan, y en mi barrio, nos preguntamos cuanta normalidad quedará a la que volver cuando todo pase.

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