La esperanza no era suficiente para mitigar el enorme desgaste físico y emocional. La angustia y el miedo se reflejaban en nuestros ojos secos de lágrimas, también el cansancio. La despedida de nuestros amigos y seres queridos se había alargado más de lo previsto y casi no habíamos dormido. Cuando todos marcharon, nos pusimos a amontonar nuestras escasas pertenencias en el centro de la mísera choza de adobe.
El sol lucía hermoso fuera y conseguía entrar por las angostas ventanas con fuerza suficiente para vencer a la oscuridad interior. Los pendientes que me acababa de quitar, que habían pasado de generación en generación, brillaban como nunca en mis manos temblorosas. Sharik, con la cabeza apoyada en la mesa y los ojos cerrados, giraba suavemente la rueda plateada de una radio heredada de su padre, intentando sintonizar esa emisora de canciones francesas pasadas de moda que tanto le gustaba. Melenik se despedía de su caballo de madera agarrado fuertemente a su cuello con un insólito balanceo pausado, acariciando sus crines descoloridas. Auténticas joyas para nuestros corazones convertidas en objetos vulgares; que junto a alguna alhaja más, el viejo televisor y la ropa raída y remendada, constituían toda nuestra riqueza.
El ruido de una motocicleta que se acercaba lentamente era la señal de que no había vuelta atrás. El orondo usurero aparcó en el centro del poblado y esperó a que se disipara la nube de polvo para bajar de su montura. El gordo mostraba semblante adusto, vestía ropa militar y sus botas relucían como las plumas de un cuervo; casi tanto como el metal del arma que asomaba de su bolsillo. Dirigió su sombría mirada hacia los chamizos y Sharik le saludó tímidamente desde la puerta. Apartó con gesto brusco a los niños que le rodeaban y se dirigió hacia nosotros con pasos enérgicos. Después de un rápido regateo perdido de antemano, sacó de su bolsillo un papel escrito en francés para que lo firmáramos y nos entregó el fajo de billetes de escaso valor. Lo que tanto habíamos temido iba a suceder; tendríamos que cruzar el Mediterráneo separados.
Zarpamos apilados como ganado en un antiguo pesquero, reconvertido de manera artesanal en barco mercante. Sharik viajaba detrás en una horrenda lancha neumática, abarrotada de humanidad desesperada. Miradas incómodas, amenazantes, me hicieron sentir de nuevo un peligro que creía tener olvidado. Cubierta con un chal, con Melenik pegado a mi pecho palpitante de inquietud, le susurré al oído una nana sin fin. Luces lejanas provocaron en la barcaza una monumental algarabía; la travesía había finalizado. Los traficantes nos descargaron a escasos metros de la orilla y el mar, oscuro pero calmado, nos recibió con una impropia calidez. El siniestro barco se desvaneció en la oscuridad dejando la playa sembrada de sombras vacilantes, vagando desorientadas. Me apresuré a refugiarme tras las rocas y sequé a Melenik, que había caído en un profundo sueño, totalmente extenuado. Estaba amaneciendo cuando la brisa me acercó al oído voces y murmullos lejanos provenientes de alta mar. Unos minutos más tarde, apareció en el horizonte entre la bruma la patética embarcación de plástico, amenazando hundirse en cualquier momento.
Sharik nos rodeó con sus largos brazos y con la respiración entrecortada, rompió a llorar como nunca lo había hecho. Fundidos los tres en un abrazo eterno, el sol con sus primeros rayos pintaba el Mediterráneo de azul esmeralda.
Sharik siempre salía tarde de trabajar, pero esa noche parecía que le costaba abrir la puerta. Entró con su mirada limpia y esa particular sonrisa vergonzosa que presagiaba que algo bueno iba a suceder. Portaba un enorme objeto bajo su brazo, oculto tras el cartón arrugado que lo cubría. Melenik saltó al cuello de su padre y prolongó el abrazo unos segundos, mientras este depositaba el bulto en el suelo. El niño descubrió ansiosamente el regalo y sus ojos se tornaron vidriosos. Empujó con suavidad la cabeza del juguete, que inició un interminable balanceo. Melenik el guerrero, iba a cabalgar de nuevo.
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