Vamos a viajar con la mente, como Maruja Torres.

Marrakech. Un viaje disparatado, de esos en los que te das cuenta de lo amplio, maravilloso y extraño que es el mundo.

Me invitó una amiga DJ a la que conocí despertándose en el sofá de mi casa de Hackney hacia las tres de la tarde después de pinchar en algún garito underground de los de la zona. Iba y venía de París con frecuencia. Sus visitas eran siempre cortas e intensas. A las dos nos gusta exprimir la vida como a un limón. Por eso, cuando me invitó a la boda de su prima en Marrakech, no me lo pensé. Hay personas con sed de dar y tomar experiencias.

En el avión, me tocó al lado de una chica joven que compartía una hamburguesa del McDonalds, patatas y bebida con su hija, una auténtica belleza, de unos cinco años. Nada más sentarme me dijo: ¿quieres?. Yo saqué unos chocolates del bolso y las tres compartimos los manjares sobre las bandejas marca RyanAir antes de despegar.

Era de un pueblo de Menorca. Tenía un marido marroquí al que había conocido en un foro de internet. Después de unos meses de conversaciones virtuales e intercambios fotográficos fue ella la que decidió dar el paso de conocer a su cariñito. Viajó sin decirle nada a su familia, un movimiento quijotesco que bien podría haber tomado otra deriva que la de los ojos verde aceituna de su hija.

Le fue buscar al aeropuerto con sus tres primos en un destartalado Citroën blanco. Ella apenas hablaba francés, él un poco de castellano. Dice que le daba mucha vergüenza mirarle a la cara y que pasó todo el viaje en silencio, pero en el pueblo le acogieron su madre, hermanas, primas y familia y así se le fue pasando el mal trago.

¡Y qué pueblo! Apenas estaba asfaltado y no había ni rastro de mujeres en la calle, sólo niños, corderos y hombres fumando shisha que miraban hipnotizados su lozanía apenas contenida por una camiseta de tirantes de lycra de esas que venden en todos los mercadillos de España.

Fue duro acoplarse pero el amor puede con todo, me dijo. Al principio, su padre tenía un poco de disgusto pero según fue conociendo al pretendiente se le fue pasando. Al fin y al cabo, él era albañil y sus arreglitos en la casa menorquí bien valorados. Después de varias visitas transmediterraneas se casaron. Ella se convirtió al Islam, pero de pega, que ni el Jesús ni el Mahoma le convencían, me dijo también con desparpajo.

Yo atendía con la boca de media luna, sin poder parar de sonreír ante su sencilla valentía.

En este viaje estaba de vuelta a casa pues se había mudado con la pequeña a la aldea marroquí de su marido. La decisión la había motivado un curso de peluquería mucho más barato en tierras árabes que en cristianas. Para costearlo, su marido se había quedado trabajando en las obras del ayuntamiento de su pueblo, el cual no paraba de crecer con las visitas estacionales de turistas británicos y alemanes. La niña había empezado ese año el colegio. Lo llevaba regular porque las clases eran en árabe y estaba un poco confundida. De todas maneras, sólo iba a ser este año. Cuando ella se graduara como peluquera, la familia se reuniría de nuevo en Menorca.

Ante este relato, mis historias de cambios intensos de amores, trabajos, países y carreras me parecieron caprichos superficiales de una privilegiada. Esta chica de unos veintipocos se había tirado de cabeza a la piscina del multiculturalismo, aprendiendo a nadar antes de que le diera tiempo a pensar si sabía dar dos brazadas.

Aterrizamos pasadas las nueve de la noche. Mi amiga DJ me había mandado por WhatsApp varios nombres de bares por los que ya había iniciado su periplo nocturno. El último era el nombre de un bar de tapas cerca del Boulevard Mohamed VI. Yo me había preocupado de vestirme recatada: pantalón largo, jersey de manga larga, pelo recogido. Me extrañó que me citara en un bar con sabor español. ¡Qué llenita de prejuicios estaba mi maleta!

Al salir del aeropuerto me encontré en un arenal poco iluminado donde remolinos de personas se mezclaban y dispersaban para entrar en coches que apenas paraban unos segundos. Todo el mundo tenía un plan y yo estaba congelada. Al menos tres enjutos conductores se acercaron a mí gritándome precios desorbitados por llevarme donde suponían que iría a una despistada europea que a duras penas chapurreaba un mal francés.

Para mi fortuna, dio conmigo la chica del avión. Le expliqué dónde iba y me dijo que su familia podía llevarme. Estoy segura de que el boulevar hecho para el disfrute de turistas europeos quedaba bien lejos de la casa donde iba a pasar la noche antes de viajar al pueblo. Pero a nadie pareció molestarle. En el coche iban delante el hermano de su marido y su mujer. Detrás estaba ella conmigo y dos niños. En el maletero iban otros cuatro.

Al llegar, la pequeña me dio un tierno beso y abrazo de despedida.

Anduve hacia el bar. Cuando entré, me envolvió una densa humareda de Ducados.

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