Y en el intento de escribir nuevamente, después de tantos días y con horas libres, resulta que aquel motivo de inspiración llega intermitente como si se tratara de una ironía de la vida, entre más se intenta alejar el corazón, los pensamientos y la vida de aquello que resulta indescriptible, regresa encarnado en forma de persona, aquella que se amó tanto y que hoy se recuerda entre sonrisas y extraña sensación de melancolía.
«Es un día más, una tarde más
en calma y de sonidos por todas partes
En una lucha constante entre pensamientos y emociones
Como aniquilar el tiempo sin dejar de vivir
Y de pronto llega de nuevo la paz
Aunque nada será como antes
Quedaron rotas muchas ilusiones
Dejemos, por fin, las penas dormir
Pero despiertan de nuevo, sin importar las horas
sin importar como se pierde la emoción
entre la libertad de un fin de semana
o el inconstante movimiento del día a día
en el estribillo de nuestra canción»
De repente alguien llama a la puerta, para despertarme de aquel sueño en el que estaba sumergida mientras escribía adormecida. No era él, no fue aquel a quién esperaba a pesar de que ya había un final escrito y membretado, pero fue aquello que el destino quiso que fuera, como si el destino buscara la forma de ejecutar sus planes pero no encontrara los medios adecuados y decide manifestarse en lo primero que esté a su alcance. Entre esa irónica dualidad de lo casualmente perfecto y lo imperfecto escrito. Cuando decido abrir la puerta estaba aquel chico que solo vi una vez, en una cita poco planeada, pero que decidió llegar sin previo aviso a pesar de la cuarentena, me entregó un par de flores de algún jardín y una nota, y se fue despidiéndose con un abrazo sutil, pero que logró mover alguna célula escondida en mí que me volvía a la vida de nuevo. Aquella nota solo decía: Estaré aquí para cuando haya pasado la tormenta.
La nota apareció nuevamente por la tarde y cada noche mientras continuaba escribiendo versos para el destinatario equivocado.
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