Estela congeló el mundo.
Estela, sin querer, fue la culpable de que el mundo, todo el planeta por entero, acabara convertido en puro hielo.
No escuchó las advertencias de su madre, no atendió los consejos de su padre, ni las recomendaciones de sus abuelos y provocó que los mares, los ríos, las cascadas, las piscinas, las tuberías, los orinales llenos del hospital, las presas, los meandros, los charcos, las alcantarillas, los sótanos inundados y hasta las lágrimas de las plañideras se endurecieran hasta solidificarse en un frío blanco y contagioso que cubrió todo lo que encontró.
Allí donde llovía las gotas se convirtieron en cristales. Algunos rebotaron y otros explotaron fundiéndose en el suelo helado.
También las coloridas mariposas aladas crujieron al estrellarse contra los bancos del parque.
Estela congeló el mundo sin querer, claro, pero desde que se levantó aquella mañana se supo responsable. Su madre se lo había advertido. Su padre se lo había recordado. Sus abuelos se lo habían dicho. Todos, de alguna manera, le habían recomendado precaución ante despistes de ese tipo. Y esas advertencias que ahora cobraban sentido le enfadaban enormemente. Parecía que todos tenían claro que iba a pasar y a pesar de todo no movieron un dedo para evitarlo. Ellos lo provocaron, pensó Estela, cuyo corazón de alondra evitó que se le helaran hasta las pestañas.
Estornudó una, dos y hasta tres veces y el aire se congelaba antes de tocar el suelo. Tuvo que emplear todas sus fuerzas para cerrar el congelador que seguía exhalando a toda potencia el frío que había petrificado el planeta. ¿Cómo pude olvidar cerrarlo?, se preguntaba, mientras su pequeña cabeza se calentaba, uno, dos y hasta tres grados, en busca de una solución.
En el interior del congelador casi no se veía el tarro de helado de dulce de leche. Rico helado de dulce de leche que aún ahora, en medio del desastre, se moría por probar. Su irresponsable deseo le provocó cierto malestar. Era una sensación aguda en el estómago y detrás de la nuca. Podía ser el frío o podía ser la culpabilidad.
Estela congeló el mundo y ahora temía la reprimenda de sus padres. Imaginaba ya los ¡te lo dije!, los ¡ves! , los ¡cabeza loca!
Seguramente su hermano Tomás se reiría, ¡No se te pude dejar sola ni un minuto!
Le angustiaba pensar en esos reproches pero pensó que tras todo aquello podrían bajar a jugar en la nieve. Podría iniciar una guerra blanca, aunque ella perdiera y acabara mojada, helada y con un resfriado tremendo. Como poco, se decía, merecía un resfriado. O podrían ir hasta la duna de Pile, como en vacaciones, y dejarse caer con un trozo de plástico por la ladera de la montaña de arena que habría cambiado el dorado por un cristalino blanco.
Si le dejaban bajar podrían dejar mensajes en los cristales de los coches, helados e inservibles, que permanecerían quietos, con su respiración tóxica detenida, como muertos.
Estela imaginó que las cosas serían así alrededor del planeta, y así pintó ella misma con el blanco del frío cada uno de los rincones que había conocido en sus seis años.
Su frente dejó un circulito en la ventana desde la que miraba la calle, que parecía silenciosa, blanca y tranquila, hasta que una gran bestia rompió la perfección que ella misma había dibujado de blanco en las calles.
Su respiración se aceleró y tuvo que limpiar con las manos el vaho que le impedía ver por la ventana.
Se trataba de un ser enorme que caminaba a cuatro patas, lento y exhalando estelas de humo caliente por la boca. Su cabeza parecía gigante desde el cuarto piso. Tenía el pelo espeso, marrón, y en distintos tonos salpicados de blanco. Al caminar las capas de lanudo cabello se alzaban lentamente, al ritmo de sus grande y fuertes patas. Sus zarpas dejaban profundas huellas en la nieve que los copos tardarían horas en llenar.
Estela siguió su paseo con la mirada. Pudo ver desde el cuarto piso que el animal tenía bajo su enorme boca un barril, algo que le trajo recuerdos. Un juguete, una música, puede que una nana, pero poco más. Poco más sabía de aquella vida que había quedado en blanco, congelada por su propio descuido.
Aquel animal le resultaba bondadoso, ahí sentado tranquilamente sobre la nieve. Era una versión más grande y mucho más viva de uno de sus peluches. De vez en cuando el animal alzaba la vista, ¿me esperas a mí?…Si es así puedes esperar tranquilo. Una cosa es que me parezcas bondadoso en la distancia, otro que me atreviera siquiera a pisar la calle sin permiso, y contigo ahí sentado. El San Bernardo, como si hubiera comprendido el razonamiento de la muchacha, bajó la cabeza pesadamente y la apoyó en la nieve donde quedó desparramado todo su pelo. Estela hizo lo propio. Se sentó de espaldas a la cristalera con las piernas cruzadas y jugó con los calcetines que le quedaban grandes.
Cuando volvió a mirar ya no estaba. Recordó en ese momento las manchas de su peluche. Parecidas hasta el extremo en una versión gigantesca al perro de nieve que llegó desde la dirección que marcaban las enormes huellas. Miró a la calle. Entre las columnas de hielo que formaban los semáforos, la mayoría congelados en ámbar, permanecían quietos, ajenos al frío, y con los bigotes alerta, un par de conejos que reconoció de inmediato.
¿Es posible?
Y antes de que aquella pregunta se escapara volando en el vacío de la memoria, mientras aleteaba todavía en la nuca de Estela, corrió hasta su habitación donde todos sus animales habían desaparecido: el pequeño osito Balú, el señor lobo Winkel de pies rosados, la cebra sin nombre, Don León de pelo de oro que siempre se movía despeinado por la habitación y la grulla que odiaba porque una noche le asustó el roce de sus plumas en la nariz.
¿Por qué no vuelven ya? Puestos a elegir entre estar sola o recibir una reprimenda de sus padres prefería cien veces lo segundo.
Volvió a la cocina y miró de nuevo a través de la cristalera. Abajo seguía tumbado alegremente aquel animal, como una gran mancha de tierra en medio de la blancura de la nieve.
Poco a poco fueron desfilando sus amigos y enemigos. Jugaban alegres, ajenos a la angustia de Estela cuyos ojos no podían abrirse más ante el espectáculo sobre la nieve. Como una gigantesca locomotora Balú era ahora un animal espléndido de ojos negros pero vivos, y con una boca del tamaño de una chimenea de un tren, pero que exhalaba humo de vida. El lobo cuidaba de acercarse al grupo principal donde el resto se habrían mofado de sus patitas de algodón de azúcar. La cebra, cubierta de nieve era ahora un caballo blanco, un joven unicornio al que le asomaba ya en la cabeza el pico de un cuerno estalactita formado por el frío y distintas sustancias de calcio. La grulla paseaba revoloteando entre la nieve con cuidado de que sus largas y delgadas patas no se hundieran bajo el peso de su cuerpo. Ágil se deslizaba junto a otras amigas llegadas de otras casas sobre la superficie congelada y sin perder de vista a Don León, que miraba su reflejo de oro en el hielo formado sobre un contenedor de metal.
Estela dejó que su pequeño corazón de alondra diera uno, dos, y tres latidos, y se puso en pie. Corrió de nuevo a su habitación y descubrió que no se habían ido todos. Sobre la repisa, junto a los cuentos de la niña anciana de pelo de nieve, descansaba uno de sus muñecos. Como asido a las historias que encerraban los libros la esperaba el viejo duende de ojos saltones y barba de fieltro. Lo sentó a su lado en la cama y le susurró deseos a la oreja puntiaguda y arrugada del viejo Scratchel.
Con el sueño llegó el estío. Como una ráfaga húmeda de calor que entrara por la ventanilla del coche, el aire se llenó de sal, de algas y de fina arena. Llegó sin pasar por la primavera, y derritió los brillantes témpanos formados en las casas, los periódicos y los libros volvieron a doblarse en las manos de quienes habían detenido su tiempo en los parques, y mojados siguieron sin inmutarse los asuntos de la actualidad, pero ya con la noticia de que el circo del invierno se había presentado en el barrio sin avisar, con sus animales, sus patinadores, y los equilibristas. Páginas y páginas llenas con los espectáculos dirigidos por San Bernardo, el hombre tranquilo. El agua de la mañana corrió por las calles limpiando todo rastro.
Eran ya las once de la mañana cuando sonó la puerta. Estela escuchó sobre la tarima el sonido de los pies de su madre que entraba en la cocina. Empujó la portezuela del congelador. Cabeza loca, pensó, pobrecita, está sin desayunar. Caminó sigilosa hasta la cama. Era la primera vez que dejaban sola a la niña en casa. Alrededor de la cama vigilaban la cebra, Don León y el pequeño Balú. Se sentó con cuidado junto a la cabeza de su hija, como si necesitara permiso de los presentes. La besó en la cabeza y la alondra del pecho de la niña dio un brinco que le iluminó la cara en colores rosados como las patitas del lobo.
Estela abrió los ojos y fingió despertar.
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