Salgo de casa a las 8:30 horas. El suelo impregnado de humedad recuerda la tormenta que descargó anoche. Un graznido seco rompe el silencio. Es la urraca que vive por los tejados, se pasea arrogante sobre el asfalto, cimbreando su larga cola azul metálico.

Un camión de reparto de Correos descarga en la oficina de la esquina, un vecino pasea el perro embozado en una mascarilla. Cruzo la calle Fuencarral a la altura del Tribunal de Cuentas, su dinamismo hoy congelado acentúa mi sensación creciente de irrealidad. ¡Irresponsable! increpan desde un coche a un chico que hace deporte por la acera.

Me interno en las callejuelas de Malasaña. Furtiva, camino a paso ligero. Las palomas se arrullan en mitad de la Plaza de San Ildefonso. Se acerca un coche patrulla, siento el pulso acelerándose ¿me pararán? Repaso mentalmente mis motivos: servicios mínimos en los juzgados. El agente que va de copiloto me dirige la mirada, se la devuelvo por si quiere preguntarme dónde voy, pero siguen su ronda.

Enfilo la Corredera Baja de San Pablo, la acera es muy estrecha, apenas si caben dos personas. A lo lejos se aproxima una mujer. Me invade cierto escrúpulo al pensar que casi nos rozaremos, pero un poco avergonzada soy incapaz de enderezar mi rumbo; ella me saca de mi ofuscación cambiando abiertamente de acera antes de acercarse. Ni me mira. Me encoge una tristeza nueva. Las siguientes veces es más fácil, las pocas personas que me cruzo se alejan de mí y yo de ellas, apenas sin mirarnos, sin hacer ruido, fugitivos en la ciudad sitiada por el virus.

Por fin, la calle de los Reyes se aboca en la Gran Vía, a la altura de Plaza España. El corazón de Madrid se extiende inmóvil ante mi vista, sin pulso, inane, potente metáfora de un presente que ninguno imaginamos vivir. Me paro en mitad del semáforo y capturo la imagen con el móvil, espejismo y realidad a un tiempo. Llego al trabajo, apenas veinticinco minutos, pero no soy la misma persona que cuando salí de casa.

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