En el corredor del hospital podía escuchar la luz de la vida susurrando en los pasillos, ingresando sigilosa como el viento de otoño cuando llega sin avisar; con frío penetrante. Las paredes llenas de multicolores espacios de juegos de niños y caricias maternales plasmaban mi mente de escenas futuras llenas de alegría.
Mi mente traicionaba mis nervios y deambulaba entre mis neuronas buscando espacios guardados donde tantas veces se había ahogado nuestra esperanza. Cada laberinto atesoraba los momentos donde el llanto había sepultado la alegría.
La espera era larga, nada comparado con los años de paciencia en que muchas veces solo el llanto había sido la respuesta. La esperanza nunca murió, vivió plantada en algún sitio, esperando, pues el milagro no tiene tiempo, solo pasa en el tiempo de Dios.
¿Quiénes éramos para desafiar el destino divino?
Éramos solo transeúntes de un largo esperar… Veinte años esperando.
La duda se había apoderado de mí. Me había callado para no alimentar esperanzas, pero al mismo tiempo respetando la fe.
Nuestras oraciones caían en un pozo profundo. Al principio podía oír cuando llegaban al fondo y retumbaban como eco, pero con el pasar del tiempo ya no se oía el eco. Las oraciones caían en un profundo pozo, hacia un infinito desconocido y sin respuestas.
Ella, mi esposa, la había concebido hace tanto tiempo, en su mente, en su espíritu, con su inmensa fe. Yo solo guardaba mis silencios, quizás absorto ante la impotencia de no poder verla; así de viva como ella la veía.
La madurez de nuestras vidas daba la lógica de no esperarla, pero la naturaleza divina y los designios de Dios están por encima de la lógica y la razón humana.
El miedo se apoderaba de mí cada minuto, era el momento final, el inicio de una nueva etapa en que los llantos y las risas llenarían los cuartos vacíos de la casa, los corredores y las fiestas de familia.
Al cabo de unos minutos, me pidieron que ingresara.
La enfermera me colocó el mandil y me pidió que vaya a la sala de partos. Tomé la mano de mi esposa y me llené de valentía, conteniendo el miedo, apretando el llanto, llenándome de valor, rezando en mi interior por que todo saliera bien.
En ese momento recordé todos nuestros intentos fallidos por formar una familia: las citas con los médicos, los tratamientos, las veces que el destino nos hablaba y nos decía: “Es suficiente… no deben insistir”.
Y así pasaron los años ratificando la negativa una y otra vez.
Fue hace algunos meses, mientras paseábamos por los Campos Elíseos, disfrutando la primavera caminando lentamente hacia el Arco del Triunfo, cuando tuvimos la primera señal de vida. Las lágrimas se fusionaron en nuestro espíritu, abrazamos con alegría su alma impregnada en la piel de su vida, formándose y aferrándose a un destino hermoso que solo sería para ella. Estaba allí, el sentimiento que tanto habíamos esperado, esculpido en esa esperanza, tatuado con la fe infinita de un sueño.
Algunas canas habían aparecido en mis sienes, y las arrugas dibujaban la vida en mi rostro, pero la energía dormida de la esperanza rugía desde el fondo de mi piel como un león dormido.
De pronto, la vi emerger a la luz de la existencia que Dios le había prometido y no pude contener mi llanto, que se fundió con su llanto devolviéndome el eco sumergido en el fondo del corazón, era como el revolotear de mariposas circulando en un arcoíris alrededor de su rostro.
Los ángeles habían bajado a entregármela, y las sonrisas de querubines llenaban de sonrisas el ambiente y secaban nuestras lágrimas.
La tomé entre mis brazos y suavemente, como agarrando un cristal precioso, la coloqué en el pecho de mi esposa. Movía sus manitos como queriendo agarrarlo todo, parecía que quería empezar rápidamente a descubrir la maravilla de la vida. Ella apretó fuertemente uno de mis dedos y me agarró para siempre.
La tomé, su pequeño cuerpo descansaba entre mis manos y dejaba que mi mirada se fusionase con su mirada, aún pequeña, tibia, perezosa, adormecida en lo desconocido. Ella solo identificaba el sonido de mi susurrar, del correr de mi sangre, que le daba calor a su cuerpo. La espera de años culminaba en un llanto que quebrantaba mi voz, que limpiaba mi espíritu, que dejaba que mis versos se plasmaran multiplicados en la aurora de mi vida. Era como estar tocando el cielo, el milagro esperado, el milagro divino en que solo la fe puede ser testigo de la inmensa quietud de los silencios de tantas noches durante las cuales soñamos, creamos sus ojos, sus labios, su piel y su hermosa figura de cisnes danzantes.
La tomé en mis brazos y acaricié sus esperanzas, susurré a sus oídos, le dije: “Tu horizonte es eterno, estará lleno de caminos fundidos con muchas primaveras e inviernos en los que transitarán libres tus sueños. Las flores adornarán tus pasos, y la sombra de los árboles divinos cobijará todos tus caminos”.
Le canté, repitiendo las canciones que entoné cuando crecía en el vientre de su madre, y ella las reconoció.
Ella sonrió dándole la bienvenida a la vida.
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