Silvia deja los palillos junto al bol de ramen y mira las siluetas de bambú en la pared sin verlas. La voz del camarero preguntando por el postre la trae de vuelta a Madrid. Hace un año no sabía pronunciar “sushi” y ahora navega en la carta de nombres exóticos sin la menor zozobra. Todo por culpa de Ana, que le pegó su amor por Japón antes de pegársela con otro. Andarán ahora besándose bajo los bambúes de Sagano. Pide un té verde y fija la vista en la fuente del fondo. Ojalá les llueva, piensa.

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