Él ya estaría tomándose un daiquiri en el Malecón habanero a las 12:00, dos horas después de su llegada; él ya estaría contemplando la vista cristalina del Caribe, maravillado con la inmensidad y la grandeza que siempre le ha enseñado el inestable maestro y extraviado ante las caderas de una hermosa nereida con lengua vocálica. Pero no… Pedro ha rechazado la invitación.

Su único viaje será hacia el vórtice de su rotunda soledad, encerrado en cuatro paredes repletas de su amilanado vaho y el humo expirado de un asesino tan lento como complaciente. No tarde, su hálito viajará al olvido.

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