El sol terminó de ocultarse y un nudo en el estómago impedía que pudiera mantenerme erguido. No se adivinaba el fin de la dura jornada de trabajo que se estaba prolongando más de lo previsto hasta llegar a la noche. El hambre ya hacía estragos desde unas horas antes por el frugal almuerzo, ante la imposibilidad de encontrar algún establecimiento abierto donde sirvieran comidas durante la fiesta del Ramadán. Esperaba con ansiedad que todo terminase. La voz del muadhin recitando el adhan emergió por entre el resto de sonidos como algo sobrenatural y poco a poco fue desapareciendo la gente que se agolpaba en los extremos de la calle cortada al paso, excepto el niño que permaneció sentado en la puerta de entrada de su vivienda observando en silencio mis gestos de dolor.

En un idioma ininteligible para mí, una voz de mujer se oyó en el interior y el niño corrió hacia dentro correspondiendo a lo que parecía ser una llamada. A lo lejos se oían los golpes que indicaban que otra puerta estaba siendo derribada en el intento de localizar a los sospechosos de pertenecer a una célula islamista preparada para cometer atentados.

El niño volvió a aparecer unos minutos más tarde portando una bandeja con un cuenco lleno de un humeante líquido rojizo que no podía identificar, una cuchara, una servilleta y media hogaza casera. Se detuvo frente a mí y mientras me miraba a los ojos, extendió sus brazos para ofrecerme la bandeja al tiempo que pronunciaba la palabra harira. Abrí la puerta del vehículo, tomé la bandeja para dejarla sobre el asiento y pronuncié una de las pocas palabras que había logrado memorizar desde mi llegada: shukran.

El niño volvió a sentarse en el mismo lugar que había abandonado poco antes y continuó observándome con una mirada que nunca he podido olvidar. Parecía ponerme a prueba. Como si quisiera tener la certeza de que me atrevía a comer lo que me ofrecía. Como deseando que mi profunda desconfianza hacia ellos, no fuera aún mayor que el dolor que soportaba desde hacía horas.

Tomé el pan y pellizqué un trozo; lo dejé caer dentro del cuenco y lo recuperé con la cuchara para introducirlo lentamente en mi boca mientras, desafiantes, nos manteníamos la mirada. La sopa era exquisita. Volví a repetir la operación una y otra vez sin dejar de mirarle, hasta que el cuenco quedó vacío. El niño se aproximó, le entregué la bandeja y se introdujo en la casa sin pronunciar palabra. Poco después un anciano salió de la misma casa, se acercó y me habló en perfecto castellano.

—Para nosotros resulta un gran honor que usted haya aceptado nuestra comida, por todo lo que ese gesto significa. Nuestra familia tenía dudas; ya sabe. Pero el niño insistió tanto…

Caí en la cuenta de que ese niño, sin ni siquiera proponérselo, nos había dado a todos los adultos una pequeña gran lección.

—Fin—

Fotografía tomada de internet.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS