A solas con mi pena, a solas con mi condena

A solas con mi pena, a solas con mi condena

Todo marchó genial en mis primeros años de vida. Había nacido en un momento boyante para mi padre, un reputado escritor que me dio a luz tras tres largos e intensos años de trabajo investigando, entrevistando, recopilando datos e imaginando cómo rellenar los espacios en blancos, los silencios, lo que nadie se atrevía a contar, incluso a pesar de haber pasado tantos años de los hechos. Fui todo un acontecimiento literario, primero por lo mucho que crítica y público esperaban de mí tras los dos primeros trabajos de mi creador y, finalmente, por “lo bien hilvanado y redactado de la obra presente”, cito literal las palabras de un crítico. “Una historia sobre nuestra historia, para que no vuelva a repetirse”, apuntó mi padre en cada entrevista que concedió tras mi alumbramiento.

Insisto, fui un gran boom literario. Un rotundo éxito. Ensalzado desde mis comienzos, vi como los lectores me compraban para ellos o bien como objeto de regalo. En todas partes se hablaba de mí, hasta fui traducido a otros idiomas. En mi librería ocupaba la estantería de honor, de frente, nada más entrar, para que nadie me tuviera que buscar. Era un orgullo para muchos de mis vecinos compartir estantes conmigo, así me lo hacían saber, pero también representé la envidia para alguno de mis congéneres, que en cuanto cambió el aire de los tiempos, bien que me lo hicieron pagar.

Sucedió que, cincuenta años antes de mi nacimiento en el país se vivía bajo la bota inflexible de un régimen militarizado que, si bien en opinión de muchos nos ayudó a crecer y a modernizarnos, en opinión de otros, el precio a pagar por ello fue, y cito a un entrevistado que no quiso que constara su nombre entre mis páginas, “desmesurado, terrorífico”. La impronta del terror lo llamó. Una impronta que evitó robos, desfalcos y abusos sobre la economía del estado, sustituyendo todos estos males que durante la historia han aquejado a los de nuestra especie, por castigos terribles, largas condenas, trabajos forzados, torturas y asesinatos a todas aquellas letras que se atrevieron a salirse de la regla.

Yo llegué al mundo como un abanderado, alguien que venía a romper las cadenas que, aunque aparentemente quebradas, pues hacía cincuenta años que el dictador supremo había fallecido y el país había entrado en democracia, en el fondo solo estaban oxidadas, semienterradas, ocultas, acechando. Había sido tanta la tinta roja derramada durante el largo régimen que los actuales ciudadanos aún seguían viviendo bajo el recelo. Mi aparición supuso un punto de inflexión. Una denuncia a las claras de lo ocurrido. Se acabó el querer pasar página y seguir haciendo como que nada había acontecido. Entre mis páginas todo él quiso pudo desenterrar el pasado, lo bueno y lo malo, lo sublime, que lo hubo, y los desmembrados, los quemados, los enterrados, … los silenciados.

Por un tiempo fui un bestseller, una permanente portada de los diarios, un tema recurrente en los debates, … pero tanta fama fue mi propia ruina y lo peor de todo y que por mucho que pasen los años, por mucho que cruce fronteras, por mucho que me lean a escondidas, por mucho que me oculten con papeles de periódicos, por mucho que siga mi vida como un desterrado, como un migrante en la búsqueda de un hogar donde morir, fui un símbolo, un ídolo, un cáncer para mi país, para mi gente, para mis letras.

Fui divinizado. “Esta es la palabra que todo hombre debe seguir” dijo un conferenciante un día en el telediario nacional. Su intención debía ser buena, “para que no se repitan los mismos errores cometidos hace medio siglo”, pero con esa frase lapidaría construyó mi tumba, nuestro columbario. En seguida, algunas voces añorantes de la vieja cadena gobernante le acusaron de blasfemo, de pagano, de Mefistófeles… y se armó el escándalo.

Mis compatriotas comenzaron a polarizarse, a teorizar a favor y en contra, y las discusiones fueron agriándose. La vida en mi biblioteca se envenenó y donde en un principio mayormente recibía felicitaciones y parabienes, pronto saltaron las envidias y los cuchillos.

Las estanterías se dividieron con posturas cada vez más radicalizadas y las obras se enfrentaron, primero con frases rimbombantes, después con insultos y finalmente con las manos. Murió la letra. Reapareció la cadena y cuando la guerra se hizo más virulenta surgió un salvador. Un ecuánime señor que se posicionó como el nuevo mesías, el unificador que acabaría con las algarabías de los manuscritos.

La mayoría lo siguió por ilusión, por esperanza, por necesidad de ver acabada aquella absurda contienda. Al principio todo fue bien. Hermosos discursos, desfiles de letras marchando en unidad, buenas obras, indultos para amigos y enemigos, … Pero transcurrido el tiempo, afianzado el poder, surgió el pasado para envolvernos de nuevo en la impronta del terror…

Fui el primer desterrado y tuve suerte por ello. Se me acusó de ser el causante de la gresca y se me invitó a partir.

Marché, vagabundo errante, esperando mejores tiempos, añorante de mi padre, mi hogar, mis lectores, mis estantes, mis compañeros… Detrás de mí llegaron más, todo aquel camarada que en la librería me mostró a lo largo de mi vida la más mínima muestra de respeto o simpatía, fue expulsado de sus estanterías y pronto, las fronteras se llenaron de ejemplares que buscaban acomodo con otros libreros.

Fue tal la avalancha de desterrados con el afianzarse del nuevo régimen, que no tardaron en comenzar a cerrarse las fronteras dando comienzo a la paranoia. Aprisa comenzaron las imputaciones que nos acusaban de poner en peligro la estabilidad de las editoriales con nuestros ideales de tonos subversivos.

De este modo fue cómo, de la noche a la mañana, me contemplé metamorfoseado de héroe nacional a migrante en busca de paz. Y de migrante, me transformaron en clandestino. Y de clandestino me enjuiciaron en refractario para acabar pasando mis días perdido en la grande Babylon, deambulando sin rumbo ni destino, marginado, solitario, perseguido, acosado, señalado, … temido.

Elescritorsinletras.

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