Aquel abril, empacaste tus más grandes sueños junto con ropa que pronto serian lo último que sintió tu desesperada respiración, como imaginar que con el pasar de los días, para verte tendría que soñarte, y para soñarte debía borrar de mi mente el que ya no podía verte.

Valiente alma que yacía en la misma profundidad en donde diferentes corrientes arrastraban cada aspiración y respiración llenas de lamento, que a la vez apagaron mi esperanza de crear recuerdos que aún estuviesen vivos.

Nada parecía real, tu historia había terminado, quizá; en tus agotados esfuerzos por inhalar una vez más, pasé rápidamente por tu subconsciente de manera que no alcanzaste a tomar mi pequeña mano.

Tu dolor me había quebrado, los susurros decían que aun estabas de pie, y yo solo me destruía intentando verte.

Durante esos años tu ausencia me entrenó para que aprendiera a vivir sin ti, contando las horas del día con mi única compañía: esa puerta, que jamás volviste abrir.

Aquella sensación escalofriante paralizaba mi aliento, sin embargo, tú voz inquebrantable susurraba a mi oído: percibirás mi presencia, pero, si lo estoy haciendo, ¿Por qué aun no escucho tu risa? ¿Por qué no tengo grabado tu abrazo eterno en mí? Es más, ni siquiera he podido percibir tus últimos pasos.

Segundos después un viento frio terminó por llevarse la desconocida voz de mi héroe.

Entiendo ahora que tendré que seguirte abrazando en sueños Papá, viviendo lo lento de lo efímero.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS