¡Y qué si el futuro llega y nos trae amapolas!

¡Y qué si el futuro llega y nos trae amapolas!

Jorge

10/03/2020

Compré el transportín seis meses antes del viaje. Cuando metía a mi perro allí se deprimía, parecía regañado. Pensé: “¡Mierda, y tiene que estar allí más de diez horas!”. El vuelo para cruzar el charco y llegar a España. Pasé seis meses pensando todas las noches, antes de dormir, en cómo iría a reaccionar allí metido.

Ya habíamos desocupado el apartamento. Vendimos el coche, la nevera, los muebles, la lavadora, algunas sillas, mi escritorio donde solía trabajar a diario, las camas y las bicicletas. Mi chica y yo estábamos en la casa de campo de mis padres, próximos a partir hacia España. Perdí varios clientes porque me exigían cierta presencialidad. Mi chica renunció a dar clases en aquella universidad privada. Era un sueño que implicaba renuncias. Dejarlo todo para probar…

Antes había renunciado a muchas cosas en la vida y no había fallado. Confiaba en mi intuición. Abandoné una primera carrera luego de tres años de estudio. Abandoné tres novias. Dejé a mis padres y me fui a vivir solo a los 20 años. Eso me llevó a beber mucho y a consumir algunas sustancias. Abandoné el catolicismo y vivía meditando con la ayuda de unos mantras tibetanos que me daban tranquilidad. Y abandoné la idea de familia establecida por la sociedad, con coche, becas, hijos, hijas, jardín y días de sol y domingos de barbacoas y felicidad atronadora.

Abandonamos todo mi chica y yo y tomamos un avión desde Bogotá hasta Madrid. Por cuestiones de tardanza en la aprobación del visado no viajamos los tres en el mismo avión. Tuve que viajar solo con mi perro: yo en un asiento en la cola del avión; mi perro en su transportín, en una habitación especial para mascotas, con temperatura igual a la de cabina. Vuelo comercial de Iberia. Mi chica partió en un avión dos horas antes.

Pasé diez horas sin dormir: ¿qué hacía mi perro?, me preguntaba. Estamos despegando, mucho ruido, ¡mierda!, ¡y él que se asusta con un par de truenos! Luego calma en el vuelo y pensar: ya debe estar más tranquilo. Al menos meó antes de abordar. Y cagó. Puede aguantar diez horas. Trece terminó enclaustrado en su jaula, con las esperas en cada aeropuerto, antes y después del vuelo. Llegamos los tres bien a Madrid. Nuestro piso ya estaba pagado en el barrio Lavapiés, con los ahorros de varios años. Ambos estudiaríamos con dinero recolectado entre varios familiares: mi chica diseño, su pasión en la vida, yo estudiaría letras.

Hicimos buenos amigos. Algunos de ellos habían vivido en Colombia. Exploramos el barrio, los bares, los cines los primeros días. Éramos finalmente 88 nacionalidades viviendo en Lavapiés, la nuestra una más entre todas. Podías pasar casi desapercibido. Nuestros problemas de pareja arreciaron. Estábamos en un piso pequeño, los tres. Al principio hubo claustrofobia, claro, la casa de campo de mis padres era gigante: dos plantas, cuatro habitaciones, dos baños. Ahora vivíamos en un estudio de veinticinco metros cuadrados.

Si estudiábamos en casa, todo el día nos veíamos las caras. En Colombia mi chica tenía oficina, yo trabajaba en casa, por ello solo nos veíamos luego de las seis de la tarde. Por eso la convivencia se puso pesada. Gritos. Llantos. Tiré un plato un día por la ventana y quedó hecho añicos abajo en un patio interior. Más gritos. “Yo no puedo más, dime qué hacemos”, repetía ella un día tras otro. Yo no tenía respuestas. Me aferraba al sueño de estar allí, en una ciudad agradable, llena de gente de todo el mundo y con días de sol en los que solíamos salir al Retiro con nuestro perro para creer que éramos felices los tres.

Ha pasado un año, pero todavía no tenemos nada asegurado. Reñimos cada tanto, tal vez últimamente algo más tranquilos. Ya no arrojo platos por la ventana. Ya no tomo cuchillos para amenazar a mi chica con quitarme la vida. ¿Madurez? No. Simplemente vivimos, sobrevivimos, como todos.

En cualquier momento pueden negarnos la renovación de la visa de estudiantes y tendremos que regresar. Siempre pienso en que mi sueño puede ser de una fragilidad asustadora. Que a lo mejor no edifiqué todo con unos cimientos firmes, duraderos, antisísmicos. No lo sé. Lo hice como mejor pude.

Si lees esto, amor, y aun nuestro sueño sigue vivo, te diré que mi intuición no falló. De lo contrario, perdóname por tomar ese avión y creer que esta tontería loca iría a llevarnos a un lugar distinto, en el que podríamos realizarnos. Pero antes de todo, antes de pensar en fallos, prefiero un vino, brindar por tu salud y la mía y la del peque peludo. Brindo porque, aun con miedo, lo intentamos. Otros se quedan observando al borde del abismo. Nosotros ya sabemos lo que es caer.

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