La carreta va hacia el cementerio. Como usted vio, nadie la sigue. Lleva el cajón que construimos mi madre y yo, con las tablas de la cama matrimonial. Tosco, mal clavado, nos habría ganado otros buenos golpes de mi padre. Pero él va en el cajón, muerto. Nosotros estamos en la cárcel.

Usted llegó hace pocos días, señor policía, ya conoció la parada del tren. También la plaza desierta; el Banco, muy grande para tan poco dinero, «este es un pueblo miserable», decía mi padre; el bar con cinco putas, feas según mi madre; las otras veinte o treinta casas, con hombres y mujeres como mis padres. Mi casa es el pueblo en chiquito: la fragua, con sus paredes desconchadas y sus llamas es nuestra estación de tren; la plaza es la única habitación, igual de fría; el tarro de lata donde mi padre guarda el dinero es el Banco, y es más seguro, pues ¿quien se atrevería a robarle?; mi madre es las mujeres del bar y las del pueblo y él es el herrero y todos los hombres del pueblo. ¿Yo? Nada. Ni en mi casa, ni en el pueblo.

Mi padre es, era, aún me confundo, un hombre fuego: impaciente, grande, hábil, fuerte, malvado, brutal. Yo soy tranquilo, pequeño y lento, cualidades de mi madre, aunque ella dice «eres hombre, serás como él». Y según él, «esa india sucia» le parió un debilucho amujerado, indigno de su apellido. Él renunció a enseñarme las bases de la herrería: cada vez que lo intentaba terminaba con alguna quemadura y yo con muchas huellas de sus enormes manos.

Mi madre es una mujer tierra. Algo cobriza, menuda, de pocas palabras, andaba por la casa haciendo orden y aseo, en un sitio donde nada se movía, excepto para el orden y el aseo. Y leía, cada tarde, para ella y para mí. Junto con las barras de hierro, que a veces traía el tren para mi padre, llegaban revistas para mi madre. Él las pagaba. Le divertía enrollarlas, haciendo garrotes que empleaba para golpearnos, pero sin tocar el rostro ni el cuello: «¡Que buena literatura!», decía.

Yo soy agua. Mis ojos azules, mi piel blanca, mi constante llorar por los rincones de la casa, son de agua. Pero tan poca agua no sirve para apagar fuegos ni para regar tierras. Tengo trece años, parezco niño algunas ocasiones y niña las más. Mi padre parece odiar eso, a veces se queda mirándome raro, desde hace un tiempo me mira más.

Él llegaba borracho casi todos los días. Despreciaba el orden y la limpieza y golpeaba a mi madre, por golpearla. Una vez intenté defenderla, pero fui como una cucaracha atacando un toro, mi padre movió una mano y yo desperté al otro día. Y mi madre también me golpeó, por estúpido.

El cuchillo, la tina, los clavos, el martillo, el serrucho, todas las herramientas de mi padre son metal. Es curioso, la revista «Vanidades» que leímos ayer, la última con la que nos golpeó, hablaba de los cinco elementos. Cuando él salió a emborracharse, ella retomó la revista. Leyó y me dijo cual elemento eramos cada uno, que la madera, el metal, el agua y la tierra podían combinarse para controlar el fuego. Después miró toda la casa, pedazo por pedazo, como reconociéndola. Me pareció verle una lágrima, pero tal vez el agua estaba en mis ojos.

Anoche mi padre llegó, una vez más,borracho. Ella me estaba bañando en la tina de latón donde él tiempla, templaba, el hierro al rojo vivo. Me observó con esa mirada rara; la apartó de un manotón, bajó su pantalón mugriento, me tendió boca abajo en el suelo y me utilizó como a ella. Yo gritaba, sentía que el dolor me partía, pedí ayuda a mi madre. Ella solo miraba, con el rostro de máscara que ahora tiene. Él me dejaba gritar, parecía que le gustaba, «Al menos, esto siente», dijo; se estremeció, pujó y pareció derretirse dentro de mí. Luego se retiró y se quedó dormido. Mi madre me miró con asco: «Estás sangrando»; me limpió y botó el agua de la tina.

Entre mi llanto pregunté por qué no me bañó de mañana, como siempre, al salir mi padre a entregar o recoger trabajos. «¿Qué no entiendes? A mi ya no me usa y siempre se duerme después», respondió, como mordiendo las palabras; él dormía en el suelo, con el pantalón abajo: «Hay que ordenar», susurró ella. Acomodó la tina al lado de la cabeza de mi padre, fue a la pared de herramientas, tomó un cuchillo de hoja ancha y afilada, volvió junto a nosotros, «Ayúdame», ordenó. Levantamos su cabeza, descargándola en el borde de la tina, y de un solo tajo le cortó la garganta. Como él hizo conmigo, yo sostuve hacia atrás su cabeza, tirando del cabello. Murió sin darse cuenta, derritiéndose en sangre; no ensució el piso.

La cama es, era, madera. «Muerto a su cajón», dijo mi madre. La herrería no tenía madera, desbaratamos la cama de pino. Dispuso las tablas, cortamos y clavamos con la torpeza que él odiaba, y no alcanzó para la tapa; la tierra cubrirá sus ojos y su boca, victoria final de mi madre. Ella se sentó quieta, mirando la tina llena de sangre. «¡Que buena revista!», repetía bajito. Yo salí a llamarlo a usted, señor policía.

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