Me preguntaron de dónde vengo y quién soy. Poco sé sobre mí. Hablo con las lechuzas y cuento las lunas siempre cuando pueda. Aun consigo soñar entre las grietas mentales. Y a pesar de los cuervos sobrevolando mi espacio visual, creo en el verbo vivir.

Resulta poco extraño no encontrar a un forastero en la calle. Somos muchos en un lugar lejano de nuestras tierras. Un ucraniano hundido en el sonido de un acordeón. Un noruego perdido en si mismo entre los cuadros. Un maroquí esperando en sus chanclas en una esquina a su cliente a por sus baratijas. Una rumana retocando su cartel de cartón para pedir algo por su falsa enfermedad. Un inglés de pantalón lino haciendo las fotos. Un italiano pasando el pañuelo por sus gafas del sol. Una rusa estrenando sus tacones altos. Una brasileña con sus extravagancias marcando su esencia. Y yo observando e intentando entender quién soy en una terraza delante de una Coca-Cola venenosa. ¿De dónde vengo? ¿Cuántas veces me hicieron esa pregunta? ¿Cuántas veces la he intentado responder bien? Pero hoy, un lunes tan hermoso de Junio me he dado cuenta de que poco importa de dónde uno venga para los lugareños. Ni tampoco es significante ir anunciando mi pueblo natal. Manteniendo el respeto entre miradas no hacen falta muchas palabras de expresarse. Me resulta común conversar sin saber que idioma converso. Sobre todo con la gente como yo. Sabemos poco (o más) el castellano pero de alguna forma misteriosa y con un poco de ayuda de los gestos y expresiones faciales parece entendemos perfectamente unos a los otros. De mismo modo cuando se comunican los lobos con los cuervos en los momentos críticos de sobrevivencia. Pero prefiero escribir más que hablar. Disfruto más. Me pierdo entre los verbos, entre las letras. Buceo en los pensamientos como un croata recién llegado al pueblo del sur de España. Uno más. Justificamos nuestros fines. Siempre buscamos cierto consuelo sabiendo bien que a nadie importa por qué estamos aquí. Siempre sentimos especiales ya que perdemos lo natal al decidir partir, marcharse y no podemos reclamar a nadie por sentirse tristes.

Tal vez por eso me gusta contar mis pecas en el espejo durante esos minutos de nostalgia inevitable que absuelve el alma de haber perdido el contacto con tus raíces. Cuando llego a contar hasta veinte me baño en los recuerdos de infancia recordando los lagos nórdicos y paisajes verdes, entre olores de una tarta de frambuesas recién hecha por mi abuela.

Arrugo el papel entre los dedos. A nadie importa tus sentimientos. No es buena idea sincerarme tanto. Así que decido empezar otro relato sobre cosas más divertidas. Las tristezas no se venden. Las nostalgias son banales. Traiciono a mi mente y mis sueños. Empiezo a escribir de nuevo. Aunque dentro de mi hayan millones de sueños que no se vendan hoy en día por ser aburridos.

Esta noche contaré mis pecas. Desearé a todas almas fuera de sus tierras intentar encontrar su espacio que puedan llamarlo un pequeño hogar sean unos pisos alquilados, unas casas compradas o sus propios corazones latiendo de forma satisfactoria aun. Mientras tanto sin rendirse mucho ante la nostalgia inevitable, seguiré hablando con la luna. Siempre me da consuelo enorme. Y si pueda, seguiré creyendo en el verbo vivir.

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