una muñeca de carne y hueso

una muñeca de carne y hueso

19 de febrero de 1959.

Yo tenía siete años y medio de edad.

Los meses de febrero en Madrid eran muy fríos y con grandes heladas nocturnas.

Aquella mañana mi madre, en el minúsculo cuarto de aseo donde solo cabia una persona, peinaba su larga melena que recogía en un artístico moño copiado, seguramente, de las actrices que veía en el cine o en alguna revista de moda.

Llevaba puesto su único abrigo de color marrón oscuro, de paño muy grueso y cuello grande, tanto que le cubría los hombros y parte del pecho. Yo la observaba, a urtadillas, con la curiosidad propia de mi corta edad, intentando ver su cara reflejada en el espejo pero mi pequeña estatura me lo impedía.

Escondida en el hueco de la escalera, con un caminar lento y pesado, la vi atravesar el pequeño pasillo, abrir la puerta de la calle y cerrarla tras de sí, ni un beso ni una caricia…

Pasaron tres días.

Yo estaba en el piso de arriba sentada en los escalones de la escalera cuando oí que se abría la puerta de la calle y desde allí la vi entrar con el mismo abrigo marrón y, aunque no iba peinada con su artístico moño, pues el pelo lo llevaba suelto y recogido con unas horquillas a la altura de las orejas, estaba muy guapa.

Mi corazón saltó de alegría al verla.

Ella, a su vez, sonrió mostrando sus dientes blancos, alineados y muy iguales. Me gustaba ver su cara cuando sonreía, ya que pocas veces lo hacía, pero cuando eso sucedía mi día y mi noche se iluminaban con mil bombillas de colores.

Bajé corriendo las escaleras, quería abrazarla, besarla, aquellos tres días se me hicieron eternos.

Yo esperaba recibir un beso pero no, solo obtuve un seco y rotundo: «!Ten cuidado, me vas a tirar!»

Fue cuando me di cuenta de que llevaba en sus brazos algo envuelto en una toquilla blanca y, tras inclinarse levemente, me enseñó su contenido.

Lo que vi: una cabecita pequeña cubierta de pelo muy oscuro, casi negro cubriendo una carita redonda con los ojos cerrados y un poco hinchados, me hizo sentir algo desconocido para mí hasta entonces: una mezcla de emoción acompañada de congoja y… ¡lágrimas deslizándose por mis mejillas!

“Mira, Mari, es tu hermana”.

¡¿Mi hermana?!

Entre extrañada, primero, y emocionada, después, deduje que la razón de que mi madre hubiera estado fuera de casa durante unos días había ha sido traerme una muñeca de carne y hueso para que jugara con ella.

A partir de la llegada de Lola, mis obligaciones se multiplicaron, ya que solo conmigo comía, solo en mis brazos dejaba de llorar, solo yo era capaz de dormirla.

Sus ojos oscuros, casi negros, cuando me miraba y me sonreía, me hacían olvidar los malos momentos que sus rabietas, con ella en mis brazos, soportaba diariamente.

Salía del colegio corriendo, quería verla, sentir su calor en mi regazo, sentir los latidos de su corazón y escuchar sus balbuceos.

Debieron ser momentos muy gratos para mí pues los recuerdos no son malos, quizás sí un poco estresantes, yo no había cumplido aún los ocho años.

De lo que estoy segura es de que no siento resquemor ni rencor hacia mis mayores que me convirtieron, siendo una niña, en un ser adulto y con demasiadas responsabilidades.

Una de ellas era planchar los pañales de tela con que nuestra madre la envolvía; siempre recordaré el olor del vapor que se desprendía al pasar la plancha de hierro sobre ellos, incomprensiblemente me gustaba y me relajaba a pesar de que era una labor muy pesada. Había que dejarlos lisos, sin una arruga, lo más suaves posible para que no dañaran su tierna piel.

Lo peor era lavarlos, mis manos eran demasiado pequeñas para frotar y restregar los pañales. Costaba sacar espuma con aquel jabón hecho con las sobras del aceite cocinado y mucha sosa caustica, pero yo me empeñaba como si me fuera la vida en ello. Luego había que retorcer la tela hasta dejarla sin una gota de agua para, seguidamente, con la palangana entre mis manos, que abultaba más que yo, salir al patio trasero de la casa en donde vivíamos y subida a una banqueta, intentar llegar a las cuerdas de tender la ropa.

Los inviernos eran muy fríos, tanto que la ropa se congelaba. Cuando llovía se tendía dentro de la casa, al lado del fogón de la cocina o cerca del brasero, denominado sarcásticamente «la calefacción de los pobres». Pero a mi madre le gustaba secar la ropa al aire libre y mis manos mojadas, de niña, se helaban y me dolían…

Mi hermana Lola crecía en redondo. La leche en polvo hizo en ella un efecto extraordinario. Su tripita lo formaban unos rulos de carne prieta, sus muslos eran gorditos, cálidos, cariñosos… menos cuando cogía una de sus rabietas pataleando sin parar. Apenas podia sujertarla, empleando mis escasas fuerzas hasta que se calmaba, me miraba…, me sonreía y…, la muy pícara, se dormía.

Sus ojos siempre fueron lo que más me gustó de ella. Tenían una luz especial. Incluso cuando se llenaban de lágrimas parecían dos luceros brillando en la noche.

Creció siendo una niña alegre, con su voz cantarina y su carácter zalamero, conquistaba a todo el que se le acercaba.

Yo fui, de todas las vecinas, la única niña que tuvo una muñeca de carne y hueso. Mientras las demás jugaban con las suyas, de trapo o de cartón, yo disfrutaba de una que respiraba, que lloraba, que babeaba, todo ello sin necesidad de tocar ningún resorte mecánico.

Mientras los años pasaban para las dos, mi hermana pequeña seguía siendo mi muñeca.

Hasta que no cumplió los 18 años en que fuimos solas de vacaciones, no la vi como la persona adulta en que se convirtió.

Estos fueron los momentos de mi infancia más hermosos, ¿los únicos?, no, seguro que no, pero este es el que más me gusta recordar.

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