La voz de su padre le anuncia la salida del sol, ella abre sus pequeños ojos y ve su rostro lleno de vendas, sus parpados no pueden contener el peso de la noche en vela esperando el encuentro, un beso en la frente hasta que todo se vuelve apagar. Él sale apresuradamente, ella está en la parte trasera del carro con su madre, su dolor no le deja mover la cabeza, las lagrimas bajan lentamente por su mejilla y disfrutaba pescar una a una para saborearlas; ambas descienden del carro, él otra vez se tiene que ir y la escena se repite durante un tiempo cada vez que el tiene que partir.

Sentada mirando por la ventana desde el puesto delantero que ya podía usar, los árboles pasaban rápidamente e intentaba contarlos, pero desaparecían como pequeñas líneas ante su mirada, el chasquido del radio de policía le irritaba cada vez que sonaba, siempre esperaba expectante el paso por aquella pequeña casa en medio del verde y fantaseaba con historias tan largas como las líneas del asfalto que les acompañaba el trayecto. Aprendió a sujetarse fuerte del sillón cuando su camino se veía irrumpido por una persecución, las perdidas paternales en una Colombia de los 90s se normalizaron en su clase, escuchaba historias entre callejones, se sentó al lado de ladrones, escuchó por un largo tiempo la historia de como se liberó del cautiverio que por fortuna duró solo un día en manos de la guerrilla de la época. Creo que de ahí nació su miedo a perder y aunque todavía lo tiene a él, le ha tocado aprender a perder a otros hombres en su vida.

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