Mirando al mar

Mirando al mar

Lourdes

06/03/2020

–Vens a fer-li un petó al pare?… Pau!. Escolta, Pau!…

Aquel pequeño, de grandes ojos azules y largas pestañas negras como su densa cabellera acaracolada, no contaría más de unos cuatro años edad. Por un instante pareció avanzar, indeciso, hacia su interlocutor, con sorpresa y curiosidad, reflejada en ese rostro de querubín lleno de espesos mocos blancuzcos que le colgaban de la nariz, cual pegajosas estalactitas. Enseguida se arrodilló en la arena y empezó a juguetear con ella, dejando escapar finos chorros por entre sus pequeños dedos, alzando las manos al aire, mientras la fría brisa marina los depositaba de nuevo, como parda nieve, en la inmensidad de aquella playa.

Reía contento y extasiado por el mero hecho de estar disfrutando de aquel inigualable momento de diversión, mientras buscaba con los ojos la complicidad de aquella silueta, que con la mirada clavada en el pequeño y perdida en la nada, se aferraba detrás de la alambrada.

De repente, un alud de regañinas se elevó sobre su ingenua y limpia risa, eclipsando todo rumor, como bravo torrente.

–Marcel!. Qu’est-ce que tu fais? Qu’est qu’on t’a dit? Laisse ce monsieur tranquille. Viens ici!.

Una joven delgaducha, morena y con los mismos rizos de aquel pequeño, llegó corriendo para reprender a su hijo con severidad, agarrándolo violentamente por uno de sus brazos y obligándolo a levantarse. Ante tal inesperada reprimenda, la expresión del niño se trasmutó en una mueca de puro disgusto, gimoteando, mientras pugnaba por zafarse de entre las manos de su enfadada madre.

–Pau!. No te’n vagis!. No!. Mercè, on te’l endús?. On? –estalló en alarido sangrante el desconocido ante tal escena, mientras sacudía violentamente aquella verja de alambre con una fiereza comparable a la de los piojos que corrían amarrados por su cabeza, implorando el retorno de su pequeño visitante.

Un nutrido grupo de curiosos se arremolinó en torno a aquella esquelética figura, de grandes pómulos huesudos, detrás de los que se escondían unos pequeños ojos hundidos en demacradas cuencas.

–Vamos, Pepe!. ¡Cálmate, hombre!. Ya verás cómo mañana regresa… –lo consolaba un joven bajito, de redondos mofletes y fino bigote –. Calma… Ya pasó…

De entre todo el grupo, un tipo alto, de nariz aguileña y mandíbula prominente se acercó a hablar con el del bigote.

–¿Lo conoces? –se atrevió a preguntar–. Parece algo trastornado…

–¿Algo trastornado? –bromeó amargamente su interlocutor–. Loco es lo que está. ¡Y locos acabaremos todos, como esto siga así!.

A continuación, profirió un hondo suspiro y siguió hablando.

–Al Josep lo conocí hará cosa de un mes, cuando yo mismo llegué aquí. O, mejor dicho: cuando me trajeron a la fuerza. A mí y a otros tantos… Por cierto, me llamo Vicens. O Vicente; como prefieras. Soy de Alicante. Cuando me enteré del bombardeo del mercado en mayo del treinta y ocho, estando yo en el frente, me comuniqué como pude con mi esposa, pidiéndole que escapara de España, si tenía oportunidad, desde el puerto, con el primer barco disponible. Había perdido toda esperanza de respuesta por su parte, cuando, para mi sorpresa, me llegó carta suya, diciéndome que ella y la meua xiqueta se embarcaban en el Stanbrook para Orán.

–Yo soy Andoni –se presentó el alto–. Desde que los nacionales conquistaron Bilbao en junio del treinta y siete, nuestra división se unió por la defensa de Barcelona, hasta que la ciudad fue tomada a finales de enero de este año… Pasé a Francia por Portbou. Algo imposible de describir… Hileras interminables de refugiados, mezclados con nosotros, las tropas republicanas, marchando hacia la frontera francesa a pie o en todo medio de transporte disponible. Lo peor eran los bombardeos y el frío…

–¡Oh , sí!… El frío… –exclamó temeroso el valenciano–. Pues de frío me contó el Pepe que murió su hijo. ¡Claro!. ¡Durmiendo al raso, la pobre criatura!. ¡Ella y todos los demás!. Una noche cerró los ojos y la día siguiente por la mañana amaneció congeladito y tieso como un pajarito. Su pobre Pau… Y la Mercè, su mujer, no pudo soportarlo. Se hizo con una pistola y se pegó un tiro, directo al pecho. Una desgracia… ¡Ya ves!… El pobre hombre ya no va a levantar cabeza. Cada vez está peor…

–Por cierto, ¿aquí te dan algo de comer? –preguntó con avidez el vasco–. Desde que dejé Barcelona apenas he probado bocado…

–¿Comida? –preguntó alucinado y con unos ojos como platos el valenciano–. ¡Cómo se nota que acabas de llegar!… Tendrás suerte si eres de los que consigues un mendrugo de pan rebozado de arena. Esos guardas senegaleses nos los lanzan como si fuéramos perros… Aunque, tú eres alto. Tienes muchas posibilidades de hacerte con uno… ¡Ah!, y ahí va otro consejo: ni se te ocurra beber agua de la bomba. Me han dicho que se ha infectado con nuestra propia mierda. Muchos han muerto de disentería por eso.

–¡Eskerrik asko, lagun! –le contestó el de Bilbao, en señal de agradecimiento–. ¿Sabes?, cuando vi este lugar pensé “pues al menos voy a ver el mar, como en mi tierra”… El mismo nombre de este pueblo lleva nombre de mar: Argèles-sur-Mer. Pero no es lo mismo…

–No… No es lo mismo –suspiró con desaliento el de Alicante–. Ya ves: huimos de España y ¿para qué?. Aquí tampoco nos quieren…

El vasco se quedó en silencio, contemplando al escuálido esperpento que una vez fue un ser humano, cual pellejo mimetizado con la alambrada.

–¿Nos lo llevamos? –preguntó indeciso.

–¿Para qué? –se encogió de hombros el valenciano–. Es inútil. Siempre vuelve.

A la mañana siguiente, los dos nuevos amigos regresaron a ver a Pepe.

Había muerto.

Lo encontraron exactamente igual como lo dejaron la noche anterior: aferrado al alambre de espino. El surco rectilíneo de una lágrima seca se podía observar recorriendo su sucio rostro desde uno de sus ojos, que parecía estar mirando al mar.

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