Vi como el agua de coco se deslizaba por su cuello, mordí su piel sabor a mango, jugoso y fresco, sentí todos esos sabores dulces mezclándose con los sápidos amargos de mi alma y mientras las lágrimas de sal sazonaban su rostro de pastel de naranja, él me decía que una pizca de sal hacia resaltar el dulce gusto de nuestros labios fundiendose como el chocolate. Nos fundíamos en una ensalada de frutas y el jugo de nuestras entrañas eran como la mezcla de frutillas salvajes con un jugo de limón, amargamente dulce.

Juntos éramos una comida agridulce que se comía cuando se tenía hambre de amor, hambre de deseo, hambre de saber. Éramos suculentos tanto en la oscuridad de la noche como a la luz abrazadora de medio día. Éramos desde la entrada hasta el café. Y por muy ricos que sabíamos, jamás estábamos saciados y siempre teníamos esa gula de seguir comiéndonos, como fieras degustábamos de nuestras carnes jugosas acompañadas de una salsa hecha de rosas rojas y bebíamos el vino tinto de las uvas fermentadas en nuestros corazones.

Qué buenos éramos preparándonos, qué buenos éramos atracándonos, el alma, el amor, el cuerpo.

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