Cerré los ojos porque el sueño pudo conmigo, el techo llegó a ser hipnótico cuando la escayola con formas se convirtió en un entretenimiento. Al día siguiente me desperté con una vitalidad extrema y más ligera de lo normal, aún sin mi café matutino. Rápidamente me puse en pie, mi intuición me decía que ese día iba a ser diferente. Miré al espejo del baño y, como todos los días, no me veía bonita. Esa mañana no me maquillé porque llegaba tarde al trabajo, como siempre.
Al llegar y entrar por la puerta del despacho, mi jefe giró la cabeza para mirarme y me dijo: “Sonia, ven un momento, por favor”. En ese momento yo me puse nerviosa porque su tono fue seco y, sinceramente, tampoco esperaba hablar con él tan pronto. “Sí Juan”, entoné con voz fuerte y decidida. Después de abandonar mi bolso encima de mi escritorio, entré rápidamente en su despacho. Con una expresión completamente impasiva comenzó su discurso: “Hemos visto que tu rendimiento ha bajado y debemos comunicarte que vamos a prescindir de tus servicios desde hoy mismo”. Mi mirada se quedó fija en su mesa de madera antigua inundada de papeles. Después de un momento de quietud, salí de la oficina y busqué mi móvil en el bolsillo de mi chaqueta, solo pensaba en llamar a David. Obviamente no me contestó, estaba trabajando. Cuando cogí todo lo que me pertenecía de mi escritorio, incluido mi querido cactus, me dirigí hacia mi casa a esperar a David. Desde que me pidió que me casara con él se comportaba de una manera un poco extraña pero, aún así, no dejaba de ser tan maravilloso como siempre, mi amigo incondicional.
Me costó aparcar el coche, más de los normal. Pensé que a esas horas, entre semana, los trabajadores comenzaban su jornada laboral en el centro de Madrid. Al entrar en casa, oí un ruido extraño. Mi primera reacción fue asustarme pero luego me tranquilicé pensando que sería la vecina de arriba, a veces muy escandalosa. En ese momento sólo pensé en ponerme el pijama y comer chocolate, más o menos una tableta entera. Dejé mi bolso en la mesa de la entrada y recorrí el recibidor hasta llegar a mi habitación. Mi mente se bloqueó cuando, al abrir la puerta, encontré a David en la cama con su amigo Miguel. De repente, no oía nada, me quedé parada sin decir una palabra. Noté mis palpitaciones tan aceleradas que casi podía ver como mi camisa se movía al son del corazón. Me di la vuelta pero no recuerdo como salí de allí. Mis piernas comenzaron a andar y mis brazos a cerrar puertas. Anduve y anduve mucho, no sé cuanto, perdí la noción del tiempo. La ciudad era enorme, no tenía fin pero tampoco quería que lo tuviera. Cuando noté las piernas cansadas, me senté en un banco. Mis nervios se habían convertido en pasividad y, en ese momento, caí. Me encontraba en un suelo ficticio pero muy real para mí. Mi pequeña torre de naipes era más frágil de lo que pensaba, de hecho resultó ser falsa. No podía dejar de mirar la arena de ese parque, esa arena inútil e insulsa que posiblemente habían pisado miles de personas antes que yo.
Con mi tarjeta bancaria en el bolsillo, nada en la cabeza ni en las manos, llegué al aeropuerto. Yo era de las que pensaban que las personas no cambian pero, en ese mismo instante, descubrí mi punto de inflexión. Entré rápidamente en la terminal 1 y, sin pensarlo, me planté frente al mostrador de la primera compañía aérea que encontré. Un trabajador que estaba allí me pregunto: “¿En qué puedo ayudarla?”. Tenía los ojos más claros que jamás había visto. Me quedé mirándole hipnotizada por ese color azul cristalino y, después de unos segundos, le contesté: “Necesito irme, lo más lejos posible”. Su primera reacción fue sorprendente para mí, sonrió con cara de niño pícaro mientras pensaba en algo, seguramente de su pasado, o al menos eso quise pensar. Cuando levantó la cabeza me miró fijamente y me dijo: “Hay un vuelo a París que sale en cinco horas, no es barato pero irás bien acompañada porque yo iré contigo. Si quieres puedes acompañarme”. Después de un pequeño silencio mientras observaba mi cara de sorpresa prosiguió: “Si te parece bien, vamos a hacer una cosa. Salgo en diez minutos del trabajo, luego vamos a tomar un café, hablamos durante una hora y, si después de esa hora te he convencido, vienes conmigo”. Tras su discurso me quedé en shock, no me podía creer lo que me estaba diciendo ese chico, al menos, diez años menor que yo. Menuda locura. Sin pensarlo mucho y después de unos segundos eternos, de mi boca salió un “sí”. Estaba atónita, el subconsciente me había jugado una mala pasada. Creo que en ese momento pensé que ya nada me podía ir peor.
Esperé sentada en un banco del aeropuerto que estaba al lado del mostrador, mirando al suelo, de cuerpo presente y con el alma perdida. Una mano me acercó un vaso de plástico con un líquido caliente que parecía ser una tila. Miré hacia arriba y allí estaba él, con su media sonrisa y su mirada intimidante. “Hola, me llamo Adrián, ¿y tú?” dijo con voz tierna. “Sonia” le dije y no pude articular ninguna palabra más. A medida que me iba explicando porque me había hecho esa proposición repentina, me di cuenta de que aceptaría todo lo que me propusiera ese chico tan joven. Quería su compañía y me encantaba escucharle. La forma pausada pero incesante de contar su historia y su descaro me resultaban irresistibles. Siempre me atrajeron los hombres seguros de sí mismo, supongo que mi subconsciente quería compensar mi falta de autoestima. Después de una hora sin movernos ni un centímetro de ese mismo banco, noté como las distancias se acortaban entre nosotros. Su mirada comenzó a hacer un triángulo entre mis ojos y mis labios. Por una vez me dejé llevar por una persona que ya no me resultaba tan desconocida. Me besó y yo le respondí casi sin moverme. No sé cómo explicar esa sensación. Cuando rozó mi piel me sentí protegida, segura y a la vez feliz.
Sorprendida de estar en un avión sin planearlo, me puse el cinturón de seguridad en cuanto me senté. Estaba un poco nerviosa porque no era típico en mí estar en situaciones que no pudiera controlar. En mis treinta y cinco años de vida no había hecho ninguna locura, tenía la sensación de haber dejado pasar los días sin más. Me intenté relajar respirando hondo pero solo pensaba en que estaba en un avión con destino a París y con un hombre que me miraba de forma especial. En ese vuelo me fijé en una de las azafatas, una mujer con rasgos físicos parecidos a los míos. Alta, delgada, morena y, más o menos, de mi edad. Me fije también en que se llamaba Susana, su uniforme de trabajo la delataba por su placa identificativa. Por primera vez, escuché atentamente las instrucciones de seguridad, no recordaba haber prestado atención en viajes anteriores. El avión comenzó a despegar y Adrián puso su mano encima de la mía. A lo mejor me vio nerviosa, no lo sé, pero me encantó que lo hiciera. Todo parecía ir bien pero, a unos minutos del despegue del avión, comenzamos a sufrir turbulencias. En seguida sonó una fuerte alarma. El avión empezó a descender de manera estrepitosa y entonces, cerré los ojos con fuerza.
“Señora Sonia, despierte”, escuché una voz que me obligada a abrir los ojos, “Señora Sonia, ya es hora de despertar”. Al abrirlos, vi un techo de escayola. Giré la cabeza hacia la persona que me hablaba y lo primero que vi fue una placa en su uniforme blanco que ponía David. Lo miré desorientada y me dijo con cariño: “Miguel y yo le vamos a levantar de la cama para que pueda ir a desayunar y después tiene rehabilitación”. Era cierto, no me podía mover. Miré hacia abajo y vi mis brazos, ya no eran jóvenes, tenía la piel arrugada y con manchas. En ese momento me di cuenta que nada fue real. Me subieron con mucho cuidado a una silla de ruedas, una silla de ruedas con mi nombre y apellidos. No tenía fuerza para empujarla así que me acompañaron a desayunar. No pude. Mi mente quería escapar de aquel lugar horrible y miré la taza de café con leche durante una hora. La mujer que estaba vigilando el comedor, me insistió diez veces en que desayunara: “Sonia, hay que desayunar, al menos cómete la onza de chocolate. En breve va a venir Susana para acompañarte a rehabilitación”. Finalmente se rindió ante mi rotunda negativa y al poco tiempo llegó Susana, la mujer que me acompañó en el viaje hasta la sala de ejercicios. De camino, por los pasillos de ese horrible lugar, ella me explicaba mientras arrastraba la silla porqué era importante desayunar bien, como si hablara con una niña. La escuché atentamente pero estaba deseando llegar donde fuera para que dejara de hablarme como a una inútil.
Al lado de la puerta de la sala de rehabitación, había una placa con el nombre de Juan Pérez. Entramos en esa sala y allí estaba Juan, muy serio pero muy atento. Se levantó lentamente de su silla para recibirme: “¿Cómo estás Sonia?”. Le miré con cara de odio porque sabía que lo que iba a pasar a continuación no iba a ser agradable. Con su ayuda comencé a hacer movimientos con las piernas pero era imposible para mí, mi cuerpo se había transformado en una carga muy difícil de mover. Tampoco existían motivaciones para moverme. No podía volar como en mis sueños de niña, ni siquiera podía andar por las calles de Madrid como en ese sueño tan real que acababa de tener. Él no paraba de decirme: “Sonia, tienes que mejorar el rendimiento. Tienes que moverte o llegará un momento en el que serás un cactus en vez de una persona”. Lo primero que pensé cuando escuché eso es que cualquier planta es más bonita que yo, hasta los cactus. Aún así, yo seguía inmersa en mi escapatoria.
Esa misma mañana o tarde, perdiendo la noción del tiempo, me encontraba en el salón. Un salón antiguo, con un piano de cola que ya nadie tocaba desde hacía años. Estaba lleno de sillas de ruedas ocupadas por personas ancianas mirando hacia el horizonte. Me preguntaba en silencio cómo había llegado hasta ahí, cómo había llegado hasta un lugar horrible sin haber hecho ninguna locura como la de mi sueño. Un sueño maravilloso y aterrador a la vez, lleno de caídas y de logros pero sobretodo de riesgos. Entonces vi desde lejos a un chico joven entrar al salón, era él, Adrián era real. Le miré con cara de enamorada y en ese momento pensé que a lo mejor los sueños sí se hacen realidad. Se sentó en una silla en frente mía, me miró con ternura y me dijo: “Señora Sonia, ¿cómo se encuentra? Durante un tiempo voy a pasar ratos con usted. No me podré quedar mucho hoy porque tengo un vuelo en unas horas”. Me asusté, Adrián existe y se va a ir, va a coger un avión y yo sabía que no iba a volver. Intenté hablar con todas mis fuerzas pero no podía. De mi boca solo salían ruidos entrecortados. Empecé a llorar de frustración porque no podía hacer otra cosa más que eso. Al cabo de unos minutos después de intentar tranquilizarme, puso su mano encima de la mía y, en ese momento, volví al avión y le miré por última vez. Me dejó sola, con los ojos fijos en el techo, ese techo de escayola que tanto odiaba. Se que Adrián murió en ese vuelo y yo sigo pensando otra manera de escapar.
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