El estudio de Luis y Asociados

El estudio de Luis y Asociados

Abrió la puerta de vidrio lentamente, como si el cansancio que tenía lo cargara sobre su espalda. Una vez adentro de la oficina, cerró la puerta, pero sin llave. Se sacó la bufanda, los guantes, el tapado y el gorro de lana y los colgó sin método alguno en el perchero de pie, que con el peso de toda esa indumentaria invernal, se tambaleó como un bailarín borracho.

Limpió sus botas ajadas por el tiempo en la alfombra fibrosa de la entrada y con pasos lentos llegó a su tablero. Era siempre la primera en llegar y siempre la última en salir de la oficina.

Hoy quería terminar los planos de la nueva planta eléctrica en la que había trabajado la semana anterior. Quería completarlos antes que llegara Luis, su jefe. Siendo lunes, Luis no llegaría hasta el mediodía. Los fines de semana siempre eran largos para Luis. Su jefe se iba con la familia a su casa de campo y emprendía el regreso los lunes a la mañana para no tener que manejar de noche los domingos. Elisa había diseñado y construido la casona de Luis.

Era Elisa, la que se encontraba con los clientes y diseñaba todos los edificios y dibujaba los planos, aunque los firmara su jefe. Era ella la que dirigía obra, pero todas las ganancias y los laureles iban a la compañía de la cual era solo una empleada. Elisa había emigrado hacía cuatro años y a pesar de ser arquitecta en su patria, aquí no era nadie. Ni bien pensaba en eso, resurgía el resentimiento, la bronca, la angustia.

Algunos críticos comparaban su creatividad a la de Frank Gehry por su conexión con materiales poco tradicionales y sus diseños esculturales, que jamás perdían la funcionalidad como eje director. Los proyectos de Elisa habían hecho a la compañía famosa por su línea estética y funcional. Sin embargo, no había escuchado reconocimiento alguno ni de Luis ni de sus socios, en estos años de incesante trabajo.

En esos momentos de pura inquina, se decía a sí misma, enardecida, que daría todas las reválidas para poder ejercer por su cuenta. Pero al final de cada semana, ya cansada, se desdecía. Sabía que le resultaría imposible: Nunca tendría tiempo para prepararse para los exámenes. Entre los chicos en casa y el trabajo, el tiempo escaseaba.

Se sentó en el taburete alto, suspiró para librarse de esos pensamientos infructuosos, y concentrándose en el trabajo, tomó un lápiz de mina blanda en una mano y el escalímetro en la otra y empezó a esbozar primero la planta y luego un par de cortes. Poco a poco se fue liberando de toda preocupación.

Todos sus compañeros dibujaban mucho más rápido que ella, usando una aplicación en la computadora. Elisa todavía prefería dibujar sobre el tablero. Ver las cosas completas, poder tener todo sobre la mesa al mismo tiempo, tocando el papel, oliendo el perfume al carbón de la mina en el lápiz. Quizás fuera como el refrán decía y el “caballo viejo no aprende trote nuevo”, pero a Eliza le gustaba describirse con este otro “buey viejo, lleva el surco derecho”. Su visualización estaba muy arraigada a su mano. Cada trazo era parte de lo que veía. Cada línea que dibujaba se alzaba en una pared erecta en su retina. La computadora era una herramienta muy eficiente, pero solo el lápiz y el papel le permitían volcar su talento en su trabajo.

Dibujando la planta eléctrica, línea a línea, terminando una pared sin ventanal alguno, imaginando el recorrido de los agentes, entre sus oficinas y la planta que contenía las turbinas, los transformadores, los generadores y las dos computadoras gigantes, decidió poner el espacio de recreación de los trabajadores al aire libre y lo más alejado posible de la maquinaria. Los empleados de la planta trabajarían en ambientes cerrados durante 10 horas diarias. Necesitaban luz solar y aire fresco en sus momentos de descanso. Si habría días de lluvia, se abriría automáticamente un techo electrónico, como una persiana enorme en vidrio templado. Así, ese espacio siempre tendría luz natural. Para ello, esa cubierta transparente necesitaba una pendiente de 45 grados con paneles que se deslizaran fácilmente entre unos y otros.

Una sonrisa de satisfacción pura se iba reflejando en su cara, al ver el diseño terminado, funcional y luminoso. Todo rencor olvidado.

“En mi tierra sería reconocida como arquitecta, pero no tendría trabajo, no podría alimentar a mis hijos, y quién sabe, quizás sería perseguida”. Ya su esposo había muerto durante la guerra. Siempre temería en su propio país, crear con convicción, representando la realidad del día. “Debo mirar lo que dejé, para juzgar a lo que llegué. Tengo aquí todo lo que necesito, trabajo, familia, paz. ¿Qué más busco?” Se preguntó.

Esa racionalización era muchas veces el mantra que necesitaba para seguir adelante, pero la injusticia social que vivía, la invadía especialmente al comienzo de la semana.

No sabía porque, ese mediodía, cuando Luis entró y lo vio dar dos pasos agiles en el pasillo antes de saludarla y preguntarle cómo había pasado el fin de semana, decidió impulsivamente, pedirle reconocimiento y que en vez de un incremento de salario, le diera un par de horas semanales para preparar la reválida del título.

Luis, borrando su sonrisa, la miró fijamente y moviendo su cabeza afirmativamente, le dijo que entendía.

Elisa, se sintió confundida pero feliz. Había dicho lo que quería decir hacía mucho tiempo y Luis parecía comprenderla. Aliviada, continuó su trabajo.

Diez minutos más tarde Luis se acercaba a su escritorio con un papel.

— Con esta carta, considérate despedida. Por favor llévate tus cosas. Te será difícil encontrar otro trabajo tan bueno como este. Te considerábamos como familia. Pero no podemos satisfacer tu ego, solo podemos darte trabajo. – Dijo Luis dejando un papel sobre la mesada y a Elisa paralizada, destruida, incrédula.

Con el labio inferior temblando de una mezcla de rabia, miedo y nervios, Elisa pensó «Mañana empiezo la reválida, aunque muera de hambre».

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