Se levanta a las siete como todas las mañanas, se ducha, siempre cierra el agua antes de enjabonarse y tan solo la vuelve a abrir para aclararse, se viste pausadamente, verle anudarse la corbata es un deleite, lo hace con maestría, consigue que caiga perfecta unos milímetros sobre la hebilla del cinturón, besa a su mujer en la frente y le susurra que se va a la oficina, a ser posible no la despierta, se conforma con un pequeño sonido que esta emite a modo de asentimiento, después, como una estatua observa a sus niñas, inmóvil durante un par de segundos desde el quicio, entra sigiloso a arroparlas, vuelve a hacer la estatua para cerciorarse de que no las ha despertado y entorna la puerta. Toma un café y un par de galletas María, comprueba las que quedan en el paquete y apunta en la tablilla imantada que hay en la nevera:
- Comprar galletas.
Además ya pone del día anterior:
- comprar leche de Valeria y yogures para Claudia.
Se acerca a la ventana del salón mientras se toma el café, dirige los ojos a la calle y descubre una mezcolanza de blancos y grises degradados, una espesa capa de niebla que se confunde con las diferentes tonalidades grisáceas del día, abre la ventana de par en par y unas finas gotas repiquetean en su rostro, esa sensación le hace sentirse vivo. Se pone el abrigo y coge el maletín, anda medio kilómetro hasta llegar al metro, toma uno de los periódicos que dan gratis y lo guarda bajo el brazo, con cuidado, junto a la chaqueta. Hay una violinista interpretando la vie en rose, se para delante de ella y duda si tirar una moneda al estuche donde apenas cuenta un euro treinta y cinco. Finalmente pasa de largo tras haber jugado con la moneda de veinte céntimos en el bolsillo de su pantalón.
Entra en el mismo bar de siempre, no dan el café más barato pero allí van los de su gremio, se sienta en la misma mesa de cada día, pide un café muy caliente y permanece leyendo el periódico unos minutos, invariablemente abierto por la misma sección, después abre su portátil y se conecta al wifi. Él permanece callado y atento a las conversaciones de las mesas aledañas, dibuja formas circulares con la cuchara, incluso con el azúcar ya disuelto sigue dándolo vueltas, mareando con su muñeca cansada el líquido tibio. Está conectado a su correo electrónico, adjunta su nueva novela “Cuando salí a la brillante luz del sol” y una breve descripción bibliográfica, esta editorial puede ser buena, se anima verdaderamente ilusionado durante unas décimas de segundo, concretamente en el lapso en el que su dedo corazón pulsa la tecla Intro. La mayoría de clientes van abandonando el local, tras el primer sorbo frío, la lógica del café con leche le escupe a la realidad y a su mente vienen las dos niñas, son las nueve y media, su mujer las debe de estar dejando en el colegio.
Suelta la cuchara, aparta su ordenador, no sabe ya a cuántas editoriales ha enviado sus novelas fallidas, esta será la última vez que lo intente, ya basta, no puede seguir fracasando una y otra vez, no sabe dónde falla, pero es evidente que falla. Pone todas sus esperanzas en este nuevo manuscrito. Al momento se ve llorando, tapa la cara con ambas manos, está realmente jodido, no puede flaquear, no se lo puede permitir, por ellas. Ya basta. Toma el bolígrafo y redondea un anuncio de empleo mientras menea la cabeza con una profunda sensación de abatimiento. Acaba de tirar la toalla, y no precisamente en la playa.
A kilómetros de allí, un veterano escritor fracasado cura su frustración leyendo proyectos de novelas de tantos otros mediocres, es asalariado mileurista en una pequeña editorial donde hace de crítico y descubre talentos. Parece paliar mínimamente su dolencia con cada rechazo, no puede evitar comparar sus escritos con la bazofia que le llega cada día, y así, auto compadecerse mientras se pregunta qué falló y si aun está a tiempo. Se considera mejor que toda esa retahíla de nuevos pseudo novelistas con aires de grandeza que buscan convertirse en el nuevo Pérez Reverte del momento.
Es consciente de que peina canas, que la jubilación está próxima, se ve paseando el carricoche del niño que espera su hija mayor y que le convertirá en abuelo. Se tortura un día tras otro irremediablemente, menea la cabeza, cierra los ojos y resopla haciendo el menor ruido posible.
Joder aun no estoy acabado, me niego a tirar la toalla, se dice mientras reclina su cabeza hacia detrás y sus ojos apuntan en dirección al fluorescente que ilumina su puesto de trabajo.
Su bandeja de entrada recibe un nuevo e-mail con un nuevo proyecto de novela, lee en el asunto “Cuando salí a la brillante luz del sol”, a su mente viene ipso facto el inicio de rebeldes, de Susan E. Hinton, recuerda ese inicio porque le parece sublime: «Cuando salí a la brillante luz del sol desde la oscuridad del cine, solo tenía dos cosas en la cabeza, Paul Newman y volver a casa”. Recuerda cuando lo leyó en los jardines de la facultad con Cristina, su primer gran amor. Comienza sin demasiada esperanza pero resulta ser bueno, muy bueno, tan bueno que lo devora en un par de noches. Ya es hora de que algún escritor envíe algo decente a la editorial, pero esto supera todas sus expectativas. Debería recomendar su publicación de inmediato, pero algo le detiene.
Después de muchas dudas morales guarda la obra en un pincho, la mejora, adjunta sus datos bibliográficos y lo envía con su nombre a otra editorial. Lo que más le cuesta es cambiar el título “cuando salí a la brillante luz del sol”, es bello, pero no tiene más remedio, lo borra y teclea el nuevo título de «su» manuscrito: “El novelista”.
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