La esquina de los santos

La esquina de los santos

Charles J. Doom

27/02/2020

El corazón de Kent Ashton latía como un remolino enloquecido en medio de un arenal. Trataba, en vano, apaciguar aquella llamarada que encendía su amargo corazón, desde que era un pequeño niño de tan solo seis años aquel sentimiento lo invadía, le hacía acechar desde la ventana del segundo piso a los transeúntes con una daga que su abuelo le regaló en su cumpleaños número cuatro. Pero hoy aquel sentimiento se había transformado en algo más grotesco, y aterrado, incluso para el mismo. Desde hacía un par de noches, un grupo de prostitutas de la ciudad habían levantado una empresa en contra de su prometida, aquel grupo de alimañas, como él las llamaba, tenían la firme convicción de que su amada debía ser despojada de su dignidad y su lugar en el corazón de Kent Ashton, para ser reemplazada por su abominable líder.

Aquel penoso descubrimiento despertó en Kent sentimientos que creía sepultados desde su tierna infancia; el deseo de sangre, y no cualquier sangre, ansiaba que entre sus dedos se vertiera la impura sangre de aquellas arpías. Regreso a las andanzas de su niñez la estoica noche cuando, por capricho de los dioses Kent Ashton encontró a su prometida en una especie de peregrinaje de una esquina a otra de la alcoba, con los ojos empapados de lágrimas, y su mano derecha en su pecho.

—Oh, mi amor —Su voz era frágil, como si un cristal estuviera por romperse en miles de trozos—. La desgracia cae sobre mí. Malditas, maldito sea el día de sus nacimientos. Su prometida narró los desafortunados encuentros con aquel grupo, su salvajismo y demencia. En una ocasión, le habían arrojado una bolsa de papel llena de heces con la inscripción «el amor nos pertenece». Las narraciones de aquellos encuentros desataron en Kent Ashton una cólera incontrolable. Su corazón ardía como un árbol en llamas, y su mente era saturada por un solo pensamiento ‘conseguir su daga’. Tembloroso como un enfermo, las palabras resistían la libertad de sus labios.

—Da… me —hizo una larga pausa—. Sus nombres.

Su prometida tomó su mano.

—Sus nombres son tan desconocidos para mí, como lo es el océano.

—Entonces, ¿qué aspecto tienen?

—No creerás mis descripciones

Kent asintió

—Creeré firmemente todo lo que digas.

Su prometida narró, con pavor, como eran aquellas personas. Sus descripciones se asemejaban a alucinaciones oníricas, como si fuese un invento de la exaltada imaginación de la mujer. Pero Kent Ashton creía firmemente las palabras de su prometida.

—Y la más abominable —continuó la mujer—. Es su líder —caviló largo rato, con una mueca pensativa, y la vez de angustia—. Es como si una sandía flotará, su cuerpo es una especie de malformación… sí, eso, su cuerpo es como una gran sandía deforme, de la cual cuatro hilillos hacen el rol de sus extremidades, y su rostro, más espantoso aún, se asemeja a la superficie lunar.

Kent miró largo rato a través de la ventana abierta de la alcoba, la noche era silenciosa y enigmática, como si esta pidiera a gritos que Kent Ashton reemplazara aquel silencio por ensordecedores gritos de dolor. Al cabo de una hora, los dos consiguieron sosegar la tormenta torrencial que acecha sus frágiles corazones. Alrededor de las dos de la mañana Kent giró el picaporte de la puerta principal de su casa, y su cuerpo y la fría noche de noviembre danzaban como una abeja alrededor de una bella flor.

Las primeras pesquisas de Kent fueron infructuosas, vago noches enterar por las concurridas calles de Caracas, las descripciones causaban espanto en las personas interrogadas. Miraban a Kent como si estuviera bajo los efectos de una fuerte droga. Aquello hacía arder su cólera aún más. A principios de diciembre, en una de sus ahora habituales acechanzas nocturnas, entró a un bar de mala muerte a las afueras de la ciudad. El edificio tenía el aspecto de que en cualquier momento caería sobre sus propios cimientos, pero la garganta de Kent pedía que algún líquido ser vertiera sobre ella. Se acercó al cantinero y pidió una cerveza.

—No acostumbramos a recibir clientes de… su clase —dijo el cantinero mientras servía la cerveza.

—Solo vengo a apaciguar mi sed, y a hacerle unas preguntas. —respondió Kent.

Las descripciones hicieron carcajearse al cantinero, «otro más» pensó Kent, empero, siguió describiendo a aquellos seres, hasta que, por fortunio, la líder fue descrita.

—Sí, ella, la de aspecto grotesco, ha estado aquí un par de ocasiones, pero no sé su nombre. ¡Hey, Rubén!— gritó al hombre cabizbajo que se encontraba en el otro extremo de la barra—. Como se llama la prostituta que nos hace… los servicios.

—Mónica Días— vociferó—. No nos hace el día, pero si la noche —Rubén se carcajeó. Kent terminó su cerveza y fue con aquel hombre.

—¿En qué lugar puedo encontrarla?

—Hey, amigo, aunque sea espantosa, sabe arañar, ¿me entiendes?

Kent asintió, pero no entendía aquellas palabras. Luego de un breve intercambio de palabras y unos cuantos billetes de por medio, las pesquisas de Kent Ashton dieron sus frutos. Pagó al cantinero y salió al encuentro de la fría noche decembrina. Aquella noche Kent Ashton descubrió a un grupo de prostitutas que ofrecían sus servicios en las cercanías de la iglesia La Divina Pastora.

Acechar a aquel grupo de prostitutas producía en Kent una especie de placer, en algunas de sus vigilias, acostumbra a masturbarme mientras observaba aquel cuerpo deforme vagamente parecido a una sandía, no hacía aquello por lascivo, las imágenes que surgían en su mente sobre cómo llevaría a cabo su venganza le causaban erecciones. Atisbó y aguardo noches enteras, hasta que el fulgor del sol comenzaba a apoderarse de la noche. Su venganza estaba próxima.

Mónica recibía clientes todas las noches (muchos menos que sus otras colegas), por lo cual Kent no podía salir de su escondite y solo cortarle el cuello. Fue a bares y frecuentó a otras prostitutas, y así concretó el día de su ansiada vindicta. El treinta y uno de diciembre, la mayoría de los clientes anteponían celebrar la víspera de año nuevo con su familia o amigos, en lugar de una prostituta barata de cualquier esquina de la ciudad. Las prostitutas preferían apaciguar sus penas en el licor, a excepción de Mónica, que, pese al poco trabajo aguardaba paciente en una de las esquinas de la iglesia.

Aquel anhelado día Kent despertó temprano, beso a su prometida como no lo había hecho, y le dijo a su madre aquellas palabras que ella no escuchaba en largos años «te quiero». Espero pacientemente sentado en el sillón de su hogar, hasta horas vespertinas, cuando la noche estaba por ceñirse sobre el anaranjado cielo decembrino. Tomó su americana y la daga, y marchó a su bar predilecto. Sació su contento con unas cuantas cervezas, cauteloso de no embriagarse. Cuando su reloj marcaba las once con veinte su corazón resonaba como una fiesta de tambores, su venganza estaba próxima. Pago las cervezas y cuando se disponía a levantarse del taburete se encontró con su antiguo amigo, cuyo nombre no recordaba, pese a que él y aquel amigo se reunían en un sótano a debatir (curiosamente) sobre la condición de las prostitutas, lo saludo con un gesto cordial e intercambiaron un par de palabras, se le veía abatido, Kent sentía la necesidad de ayudar a su antiguo colega, pero la hora de su venganza estaba próxima. Se despidió de su amigo y salió a la calle, en búsqueda de aquel grotesco ser.

Mónica estaba ahí, en aquella esquina en la espera ansiosa de practicar una felación. Esperaba como una especie de santo, como esos que se veían en las pinturas. La calle estaba vacía, pero el bullicio casi era palpable, hoy, como en todos los años, la mayoría de los hogares tenían esa alegría de año nuevo, y de alguna manera extraña, de un nuevo porvenir. Kent Ashton se acercó con las manos enfundadas en su americana y la daga escondía en el interior de este. En los labios de Mónica se dibujó una sonrisa al ver a Kent.

—Un real la felación, la penetración depende de cuánto tardes, cariño. Hay un callejón por allá —señaló con su índice osudo la parte trasera de un comercio, que hacía la función de un callejón oscuro y solitario.

Kent dudó por unos segundos, su naturaleza no era la de un despiadado asesino, solo había fantaseado con la idea que aquella impía sangre corriera por sus manos. Su cuerpo se volvió más pesado y sentía sus manos tan frías como una papeleta de hielo.

—Vayamos al callejón. —Dictaminó Kent.

Marcharon al callejón oscuro, Mónica iba adelante. Las descripciones de su prometida resultaron ser ciertas, pero, quizás por el pavor, no había descrito las extrañas protuberancias que se entendía por su cuerpo. Aquella noche tenía unas vestiduras andrajosas, y en su cabello una especie de perlas que se entendían por casi toda su cabellera. Su travesía fue silenciosa, Kent tenía una especie de peso en su garganta, y prefería que fuese así. Cuando llegaron a la parte trasera del comercio, Mónica hizo un rápido movimiento y se desprendió de su ropa inferior, le dio la espalda a Kent, apoyó sus deformes brazos en la pared. Por un instante, flotó por la mente de Kent que quizás aquella singular prostituta tuvo que aprender sobre sastrería para confeccionar los harapos que la cubrían.

—Si quieres que finja un orgasmo, serán tres reales más.

Y, aquel sentimiento despertó otra vez, la cólera recorría cada átomo de su cuerpo.

—Sabes, nunca llegué a creer que alguien de tus características existiera. Candelaria te envía su más sentido pésame.

Mónica, al escuchar aquel nombre, del cual había levantado una empresa meses atrás, cada cabello de su cuerpo se erizó, pero antes de que quisiese pensara que se trataba de una broma, Kent, en un veloz movimiento extrajo de su americana la daga y la clavó con ímpetu en su omóplato izquierdo. Los alaridos de Mónica eran estrepitosos, pero seguían una especie de ritmo, que a Kent le fascinó, incluso llegó a creer que se trataba de una música especial, que la iglesia cantaba para él. Mónica trató, en vano, zafarse de aquel hombre, pero la extraña condición de sus brazos los hacían inútiles para un combate, incluso aún, una carga. Luego de varias asestadas en la espalda de la prostituta, Kent tenía la ropa empapada de sangre, desde la punta de sus botas hasta el cuello de su americana. Tomó su cabello grasiento y tiró de él, dejando al descubierto su cuello.

—Dime, ¿si gimes son tres reales más? —dijo Kent en tono burlón, levantó la daga ensangrentada y la clavó en el cuello de la prostituta, gimoteo antes de caer de bruces al frío concreto.

Kent observó durante unos segundos aquella masa incongruente, aquellas piernas semejantes a delgados hilos. La sangre brotaba a raudales de donde Kent había asestado su daga, y de las extrañas protuberancias surgía un extraño líquido amarillento. Kent volvió a ocultar su preciado regalo en su americana, la sangre descollaba en su ropa como si se tratase de magma sobre el césped. Las calles están vacías hoy, Kent apresuró el paso para evitar ser visto aquella noche. Pero, cuando se disponía a salir de aquel callejón oscuro, en la misma esquina donde se hallaba Mónica había alguien. Se trataba de un hombre con una peluca de mujer, cuando este divisó a Kent se quedó lívido, intercambiaron una larga mirada, en los ojos de Kent solo podía notarse un regocijo excepcional, mientras que en el prostituto, unas cuantas lágrimas surcaron sus mejillas. Kent rompió aquella mirada y se dirigió calle abajo.

El cuerpo de Mónica no fue levantado hasta el tres de enero.

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