La mujer que perdía palabras

La mujer que perdía palabras

Vicen

05/03/2020


Todo empezó con los números, se le caían por un descosido de su memoria.

Llegaba el viernes y también su calvario.

– ¡ Hija ! acuérdate de sacarme del cajero cuatro mil euros.

– ¡ Pero mamá! Ya quisieras tener tanto dinero , querrás decir cuatrocientos.

– ¡ Ay cómo estoy, pues claro eso quería decir! Hija no me hagas mucho caso, pero… tú me has entendido ¿Verdad?

– Sí mamá, pero te lías mucho, ¡no sé que te pasa últimamente!

Otro de sus grandes desafíos numéricos eran las edades. A mi papá siempre le gustó decir su edad para mostrar lo bien que estaba y lo poco que aparentaba sus años. Esto a mi mamá le molestaba mucho.

– ¡Mira tu padre! ya está alardeando de sus años, pero…¡a quien le importa!. Pues yo no pienso decir los míos, tengo los que represento ¿No te parece hija?

– Pues sí…y que más da, a él le hace feliz, déjalo y tú di lo que quieras.

Así era siempre, no le gustaba festejar su cumpleaños y últimamente cuando llegaba la pregunta incómoda sobre los años que tenía, ella contestaba que uno más. El problema es que unos días eran 83 y otros cumplía 65.

A veces pensaba… mi mamá un día de estos, habrá descumplido tantos años que será más joven que yo.

El descosido cada vez era más grande y zurcirlo no era posible. Seguirían precipitándose números y palabras por ese agujero negro que lo iba engullendo todo con gran voracidad .

Así comenzó a perder palabras en el bosque de sus neuronas.

Un día fuimos al mar y seguía azul con pinceladas blancas. Pero no había olas ni espuma, se habían perdido entre la arena. Tampoco había conchas, ni caracolas, ni algas, eso sí, al menos los peces seguían nadando en su mar azul con pinceladas blancas. Afortunadamente ellos no habían naufragado en la espesura de su desmemoria.

Quedaba agua, azul, blanco y peces que nadan.

Su mar había menguado hasta parecerse a un dibujo infantil. Ella veía conchas y caracolas, las tocaba, jugaba con ellas pero no tenían nombres, eran eso redondo o un poco alargado de color blanco o negro… Su mundo iba encogiéndose como el jersey de un niño a medida que va creciendo. En realidad se estaba sintetizando, simplificando hasta el más puro zen.

Y llegaron los días de la semana, se escurrían, se colaban, perdían su turno…. y los jueves eran lunes, los domingos viernes o había dos martes. La semana se volvió ingobernable y caótica. O faltaban o sobraban días, o estaban hechos una madeja liosa tras haber jugado con ella un gatito feliz.

La veía perseguir las palabras con ahínco, pero a veces estaban muy bien escondidas y no daba con ellas. Era curioso, recordaba sus cualidades, como la forma, el color…pero su nombre no, eso no.

– ¡Hija!, me llamaba, tráeme ese melocotón que compraste ayer.

-¡ Mamá! Si hace ya más de tres semanas que no hay melocotones.

Pero ella insistía, y me decía:

– Pero…¡ sí, yo lo vi ! lo trajiste el otro día y lo guardaste en la despensa.

Entonces lo describía, es marrón, blanco por dentro y hay que romperlo con el martillo.

-Ahhh…decía yo, ya sé que pasa, es que tu melocotón se ha disfrazado de coco.

– Eso era hija mía, eso era…¡coco!

A veces mi papá era mi abuelo, y yo …¿a veces quién era?, en alguna ocasión era su hermana. En otras mi imagen y mi voz se perdían en una tupida niebla .

Pero hay una cosa que ella no olvidaba, el afecto que me tenía, su amor. Las palabras son caducas pero no las emociones y sentimientos, estos perduran en la infinitud del tiempo.

De niña siempre me gustaba pasearme por una senda salpicada de chopos que seguía el camino del agua del río. Veía la luz atravesando las hojas verdes y plata de la chopera. Parecían espejitos reflejando el paisaje, fractales que se repetían y multiplicaban cuando la brisa del verano los hacía sonar como campanillas. Al llegar el invierno aquella orquesta de luces y colores se quedaba despojada de sus caducos ropajes.

Su desnudez, su vacío eran como la cabeza de mi mamá a la que había llegado su invierno desprovisto del abrigo de sus palabras.

La tomé de la mano y caminé junto a ella recogiendo sus palabras perdidas para ponerlas nuevamente en su boca. Me convertí en su memoria y juntas sembramos códigos nuevos.

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