Nadie se muere tanto, que nadie lo recuerde.

Nadie se muere tanto, que nadie lo recuerde.

José Gonzalez

26/02/2020

La bisabuela Ana era la madre de Virginio Leiva, a quien le había dado su apellido por ser todavía soltera de papeles cuando él naciera. Dicen que era una vieja chillona, escandalosa, y autoritaria que llegaba con una colección de discos de pasta y un tocadiscos para escuchar los últimos éxitos mientras la nuera renuente le cebaba mates y mascullaba indignidades. Con los años las nietas le perdonaron sus chillidos de vieja fastidiosa y la recordaron con ternura regalando los primeros aros de oro que después se perdieron en una donación obligada para la fundación de una iglesia, o cuando se espantó por encontrarse las medias con los hilos corridos y su nieta mayor se las arregló pacientemente mientras la abuela comentaba que aquella habilidad con la aguja era una maravilla.

En el recuerdo la bisabuela se sienta con la cartera en el regazo, justo como Gregoria se sienta todavía cuando va de visita a alguna parte, y su vozarrón de otro tiempo se escucha todavía bajo las palmeras.

Del otro lado estaba don Francisco Barrios, que vivió hasta la muerte en una casita baja al borde del pueblo viejo donde alguna vez la hija lo visitó después de una década y le llevó los nietos para que conocieran la vejez del padre que ella apenas recordaba. No hay voces de Francisco, no se conserva nada más que el nombre, no se adivina su figura entre lo incompleto del recuerdo. Alguna vez Catalina, ciega de su propia vejez, habló de él como una hora propia de una infancia que ya no podía distinguirse. Asoma don Francisco sentado junto a la mesa mientras ardían las velas de un velorio improvisado y se ve desde el patio el joven viudo mientras la hija trajina ordenando la muerte que le quitó la infancia. Mi abuela podía detenerse en ese único recuerdo de la madre muerta sobre la mesa y la hilera de hermanitos que en los años siguientes cuidó ella sola mientras el padre estaba fuera.

En mitad del pasado los abuelos asoman discretos y magníficos, quizás porque el abandono de los años los cubre lenta y finamente con el rudo sabor de los recuerdos. Hubo un abuelo gringo, un hijo de alemanes llegado desde el otro extremo de la tierra de quién se dice que era malvado, como solo los hombres. Quizás cuando uno mira los ojos verdes y el cabello rubio de una tía reencontrada, el gringo aquel que ha muerto adentro de su siglo se disculpa ahora con las manos lucidas de una chiquilla nacida ayer nomas en nuestra gente.

Hubo una abuela india, que se murió quebrada por los gauchos matreros, llevada de su pueblo original y tibio, robada del ranchito paciente que nosotros quisiéramos fuera su amor y nido. Abuela ojos de pájaro y cabello de plumas, asoma en la distancia discreta como el árbol, igual de tan humilde, tan nuestra que renace en el último nieto de manitos morenas.

A veces, cuando llegan los finales de años y volvemos al pueblo, estamos todos juntos, los que quedamos. Los más viejos se han muerto, los más jóvenes ya no nos pertenecen. Acaso alguna tía regresa de las altas ciudades con la pena envuelta en una caja y las hermanas juntas, incompletas y extrañas, se cuentan entre ellas las mismas historias.

Así vuelven al pueblo una noche de estrellas los viejos que todavía no han muerto tanto, tanto que nadie los recuerde acaso buena o malamente.

Se escucha en la cocina el trajinar de ollas y asoma el ramo fresco de un perejil que Catalina derrama sobre el guiso, mientras Virginio recita ahogadamente sobre un amor que tuvo y ha perdido. Doña Ana, que vino a ver los hijos, se sienta al lado de su nieta, y don Francisco dejó que el vino lo haga durar en su silencio. Afuera el perro mira con ojos de ternura la mano india que le tocó la frente.

No estábamos tan solos, aquí tan últimos. Han venido los viejos con su aroma a clavel y a romero, hablando como antes por lo alto y todos al entrar dijeron que el jazmín florecido está igual de hermoso que ayer nomás, cuando se fueron.

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