Pensé mientras el coche se lanzaba contra el muro. Claro que pensé, chata. Pensé en nuestros catorce años de circuito panorámico de lujo, de ver por el retrovisor las cabezas de los turistas moviéndose al unísono al compás de tus consignas. En tus secas visitas a mi habitación, siempre el mismo ritual condescendiente. Pensé, también, que para los siete risueños ingleses que transportábamos éste sería el viaje de sus vidas. Tu idiota pensó, sobre todo, en tu rechazo a abrocharte el cinturón por no arrugarte la ropa. Al Coliseo no le molestaría un poco más de sangre en sus paredes.

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