La sociedad de los flacos

La sociedad de los flacos

Ema tenía muchos hermanos, seis ya que había perdido dos que dejarían el ambiente colmado de dolor y desamparo. Apenas con siete años y a costa de imaginación y silencio había creado con Paco y Olivia diversas clases de historias que lo explicaban todo. A la manera de pequeños adultos ya eran tres para cuidarse. Los veranos en el campo eran la vida entera. Una suerte de cofradía con leyes inviolables de amistad y complicidad. Sus padres tan ocupados no lograban el tiempo necesario para contarles las desgracias que ocurrían tan cerca de ellos. ¿Diría que resultó? No lo sé, pero en la inmediatez de la infancia, funcionó, sin grandes proyecciones de futuro, o lo más probable viviendo un eterno presente.

Ema enloquecía con los dulces. De sus seis hermanos todos flacos, era la única rellenita y la más alegre, no les envidiaba nada. Jugaba día y noche con Paco y Olivia, lo que les valió un apodo en la familia: “los tres más chicos”. Sé que no suena a apodo, sin embargo, lo fue. “¿Dónde están los tres más chicos?”, “¡lo rompieron los tres más chicos!”, “no van a la fiesta los tres más chicos…”, “comen en la cocina los tres más chicos…”.

Un mundo propio, los tres y su cocinera, medio abuela y tutora, María. Ella les preparaba infinitas y precarias recetas de platos vistosos y calóricos que los tres devoraban. A la hora del té, galleta de campo con dulce de leche casero, en cualquier momento del día, pero antes del atardecer (hora en que las gallinas se duermen), recogían del gallinero huevos frescos y preparaban huevos batidos con azúcar, delicia para Ema. La llamaban “la gorda feliz”.

La manera en la que cada uno es llamado en la familia, describe, pero también enuncia y finalmente define.

Apenas unos años más tarde empezaron a llamarla de otro modo y fue justo cuando la felicidad empezó a empañarse, de gorda feliz o cara de torta llegaría abreviado «la gorda».

La cofradía solo se separaba por las noches, cuando Olivia y Ema se dirigían a su cuarto, el de las mujeres y Paco al de los varones.

Una noche un episodio inesperado sacudió a Ema despiadadamente. Mientras dormía en la cama de abajo, y Olivia en la de arriba, Marcelo, su hermano mayor la adoraba, llegó de una “fiesta de quince” ya de madrugada y la despertó de esta manera: Se acercó, la tomó de los brazos y le dijo fuerte al oído, cómo con intención de contar un secreto y la premura de la noticia que traía que lo obligó a gritar: -¡Ema, Despierta! Ema abrió los ojos con espanto -¿qué pasó? Marcelo sin soltarla continuó -Tenes que dejar de comer, escúchame bien, las gordas no bailan, se burlan de ellas, es así como te lo digo ¡lo acabo de ver!Ema se sentó en la cama, se quitó el pelo de la cara y se refregó los ojos para poder abrirlos mejor, aunque seguía desorientada, le insistía: – No te entiendo, ¿por qué me despertaste? ¿Qué es lo que pasa? Marcelo empezó nuevamente el relato, ahora hablaba más bajo: -Ema, estuve en la fiesta de 15 de Julieta, no la conoces pero no importa, también estaba María José, una compañera que tiene unos kilos de más, en realidad está gorda, bah, siempre lo fue aunque nunca había tenido importancia eso, hasta hoy… ¡pobre María José!-Se lamentó con un gran suspiro, todavía agitado por la carrera hasta la casa, la rabia y la impotencia- Estábamos todos en la fiesta, y cuando empezó la música, un chico la saco a bailar y ella aceptó con gran ilusión, sin saber lo que se estaba tramando.Cuando estaban en el medio de la pista un grupo de chicos, los mejores amigos del que la había invitado a bailar le hicieron una ronda y le cantaban, mejor dicho, le gritaban: “¡que baile la gorda, que baile la gorda!” María José se puso a llorar desesperadamente y como en un ataque salió corriendo de ahí, yo también, ¡fue horrible! La verdad no quería detenerla, solo me salió venir corriendo para acá… no quiero que eso te pase a vos, ¡Ema, vas a tener que dejar de comer!

Con 10 años solo retuvo dos imperativos: “Dejá de comer” y “que baile la gorda”. A la mañana siguiente en el desayuno familiar, Marcelo, contó el episodio de la fiesta con todos los detalles y la misma angustia de unas pocas horas atrás. Marta, la madre, aterrorizada como si se tratara de una epidemia, decidió sacar un turno con un médico especialista con título jamás oído en la casa, un endocrinólogo, Ema no entendió.

Intrigada y un poco asustada (yo hubiera dicho que por primera vez preocupada, pero, así como lo expreso me llego la historia) pensaba: ¿Por qué tanto lío? ¿Por qué ahora tanta atención? ¿Acaso sería grave esto? ¿No comería más? ¿Sería como María José?

Algo terrible había alterado aún más a su irascible madre, desbordada de problemas, hijos y parientes, asuntos sociales, reuniones, misas y médicos. Esta situación, en cambio, ameritaba la atención de la madre y se puso en marcha el plan para que Ema dejara de ser “gorda”.

Llegó el día de la cita al médico y por una vez, Ema y Marta salieron juntas y solas a la calle, como quien sale de paseo… La visita, breve; el diagnóstico rotundo: principios de obesidad dijo el médico, aunque, ante la desazón de Marta, añadió: -estamos a tiempo, tranquilícese señora.

¿Acaso aquello fue un diagnóstico o una sentencia, a la que se podía apelar?

No había sido exagerado. Por aquellos años la gesta por el nuevo cuerpo femenino se instalaba y todos los ámbitos se apresuraron a contaminarse con la nueva ley. Flaca, había que ser flaca.

Lo que sucedió después no es otra cosa que una larga pesadilla de la que la niña nunca despertó, porque las gordas no estaban de moda, y aun no lo están.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS