-¿Recuerdas el verano de cuando eras niño? -pregunté a David mientras contemplábamos el mar desde la playa. Había sido un día muy caluroso y las aguas apenas se movían, reflejando la luz rosácea del atardecer en su superficie lisa como un mantel de seda.

-No recuerdo los detalles-respondió mientras me tomaba de la mano; su piel estaba seca y áspera por el salitre-, pero sí me acuerdo de la sensación. Sobre todo, de la anticipación de los últimos días de mayo, cuando el sol nos castigaba embutidos en aquellos asfixiantes uniformes y era imposible atender en clase. El aire olía a cloro y a hierba seca y yo no podía dejar de sonreír.

-Yo en cambio solo recuerdo los detalles-unas tímidas olas rompían delicadamente contra la orilla, dejando una efímera huella de espuma sobre los guijarros que adornaban la arena-. Me gustaría recuperar aquella sensación…

David se sentó sobre la arena, tan fina como la harina de maíz, y tiró con suavidad de mi muñeca para que le hiciera compañía. Sentí el calor de la tierra en el interior de mis muslos como un abrazo laxo y templado. Miré hacia atrás, anhelando encontrar los apartamentos de fachada blanca y rugosa de gotelé, con aquellos toldos de franjas naranjas y verdes ondeando casi imperceptiblemente sobre los balcones, pero ya no estaban. En su lugar habían construido un enorme hotel acristalado de cuyos balcones encajonados colgaban toallas, bañadores mojados y calzoncillos. De algunos cubículos asomaba la grotesca cabeza de una bestia hinchable de color fucsia o amarillo chillón. Unas enormes palmeras, a las que habían acoplado espirales de lucecillas a lo largo de los troncos peludos, ocupaban el centro de un ostentoso restaurante con terraza donde al menos una docena de camareros se movían como abejas, llevando caras botellas de vino y exquisitos platos de centollo y langosta sobre sus bandejas de metal. Donde antes había estado el caminito que llevaba a la entrada de los apartamentos había ahora una rampa asfaltada que conducía al parking privado del resort.

Cerré los ojos y, de pronto, cambió la luz sobre mis párpados; la sentí más brillante y cegadora, y al abrirlos de golpe un halo dorado, que iluminaba el cielo como si un nuevo día acabara de nacer, inundó mis pupilas. En lugar del hotel, los apartamentos blancos volvían a mirar hacia la playa, y los tolditos se agitaban contentos de poder contemplar el mar. Por el paseo marítimo caminaba una mujer de elegancia italiana, ataviada con un bañador violeta y un pareo de diseño anudado en el hombro derecho a modo de vestido. Se protegía la cara con un sombrerito ajado de paja y llevaba unas gafas de sol redondas que contrastaban con los angulosos rasgos de la cara. Envolvía la baguette con el periódico y avanzaba despacio, con andares de felino, hacia la rampa de piedra rojiza que conducía al portal de los apartamentos.

Sentí unas ganas irrefrenables de llamarla, pero no lo hice; me quedé sentada donde estaba, sobre la arena ardiente hasta que me percaté de que la piel me escocía por el calor y me levanté de un salto, con una agilidad desconcertante. Las plantas de los pies tampoco resistieron la temperatura de la tierra y corrí hacia la orilla donde ya había varios bañistas con el agua hasta las rodillas y los brazos en jarras.

El mar estaba agitado y unas olas puntiagudas surgían de la superficie coronadas de espuma .La temperatura del agua ofrecía un tonificante contraste a medida que uno se adentraba, pasando de una refrescante calidez a un frío envolvente. Me dejé arrastrar hasta que mis pies perdieron contacto con el fondo y me quedé flotando en el violento frescor del agua salada. Igual que cuando era una niña, conté hasta tres y me sumergí cerrando los párpados con fuerza para quedarme bajo el agua escuchando la voz ahogada del mundo y sintiendo la presión amortiguada de la corriente. Aquí abajo era más sencillo situarse en el universo, pensé mientras me hundía poco a poco. Aquello era vivir en el recuerdo, supuse, abrazarse a una sensación lejana que de pronto nos regala de nuevo su presencia por unos instantes maravillosos. Y lo cierto es que es muy difícil decir que no.

Cuando emergí de nuevo, la playa estaba rebosante; las sombrillas poblaban la primera línea de la playa como setas coloridas, apenas había un hueco entre las toallas y las sillas de tela a rayas azules y blancas, y los ecos de las voces llegaban hasta donde me encontraba transportadas por la brisa del mar. Sentí la carne de gallina por el frío y un ligero temblor que sacudía mis hombros; esa era la señal.

De regreso a la orilla, la arena se pegó a los dedos de mis pies, llenando los huecos con sus granos de textura rugosa y húmeda. La mujer que antes había visto caminando por el paseo me esperaba bajo una sombrilla de lunares de color azul sobre fondo blanco. Estaba recostada en una silla plegable de plástico blanco cubierta por una toalla de algodón, pero incluso estando sentada su figura resultaba imponente; sus hombros perfectamente torneados estaban intensamente bronceados, al igual que su escote y su pronunciada clavícula. Se había quitado el sombrero y su melena oscura y algo seca se agitaba suavemente en torno a su delicada cabeza; sus ojos verdes, ahora visibles y mirando al mundo de cara, irradiaban luz con la misma fuerza que el sol. Dio un par de palmadas en la silla y se apartó un poco hacia la izquierda de su asiento, invitándome a que me sentara.

-Qué bueno hace, ¿verdad? -dijo mirando satisfecha hacia el mar. Yo apenas escuché sus palabras, me hallaba sumida en la contemplación de sus rasgos de una perfección casi imposible. La piel de mi pierna rozaba la suya y me evocaba el desierto, un misterio hermoso e inexplorado- He traído melocotones.

Alargó una brazo esbelto y moreno hacia una bolsa de playa y extrajo una fruta magnífica. La cogí con timidez y entusiasmo, mordiendo la pieza con los ojos cerrados y sintiendo la carne firme cediendo ante la presión de mis colmillos. El líquido dulce del interior descendió desde mis dedos hasta la muñeca, dejando una película pegajosa sobre mi piel. Ella me dedicó una diáfana sonrisa y se levantó despacio, dejó el pareo sobre la silla y se acercó a la orilla, donde se quedó de espaldas a mí, quieta como una escultura con la cabeza ligeramente inclinada y las olas rompiendo en sus finos tobillos.

Al terminar el melocotón, en el que me demoré todo lo que me permitió mi creciente apetito, enterré el hueso en la arena; de pequeña creía que así crecerían árboles frutales en la playa, pero la experiencia me había demostrado que era más probable que surgiera un hotel con piscinas y solárium. Aún así lo hice para honrar al pasado y no pude reprimir una sonrisa. Quizás algún día, dentro de mucho tiempo, emergiera un árbol de la arena. Siempre he pensado que la fruta sabe mejor con sal en la piel.

De repente hubo otro cambio en la luz, pero esta vez fue a un ritmo lento y sutil, como en un atardecer casi eterno. El cielo se fue tiñendo de llamas naranjas y sombras oscuras; la gente desapareció antes de que sus voces se extinguieran; la mujer del bañador violeta se adentró en el mar hasta que la perdí de vista cuando alcanzó el horizonte.

David había apoyado la cabeza en mi hombro y su respiración era tan lenta y profunda como las contracciones sinuosas del mar. Quizás se había quedado dormido o simplemente exploraba en los rincones de su mente en busca de detalles. De pronto apareció el recuerdo que cerró aquel viaje maravilloso.

-La televisión era pequeña como una caja de zapatos y había perdido la antena-le dije, aunque no esperaba una respuesta-, así que poníamos un cuchillo de la cocina, un cuchillo de cortar fruta, y así funcionaba. Daban un reportaje sobre elefantes…

David abrió los ojos y me miró como si hubiera capturado el mar en las pupilas. Acarició mi pelo con una palma llena de pequeños granitos de arena y me ayudó a incorporarme. El paseo ya estaba iluminado por aquellas farolas de cabeza redonda y luz anaranjada; cuando mis ojos se posaron en ellas no pude evitar pensar de nuevo en los melocotones.

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