—Lástima que no haya billetes para maniquíes —le susurré al oído a mi mujer mientras empacaba—. En verdad desearía llevarte conmigo, querida.
Acaricié su cabello sintético por última vez y recordé nuestro recorrido como cónyuges, desde el día en que la tomé prestada para estudiar, hasta aquel que la rellené y la llamé María. Qué osadía la mía por haberme enamorado de un esqueleto. Cuando me vaya, ¡tendré que conseguir una esposa de carne y hueso!

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