Lástima que no haya billetes para maniquíes, soltó una voz irónica al otro lado de la ventanilla. Sergio permanecía estupefacto, inerte; no estaba seguro de lo que hacía. Como un eco lejano oía lo que en verdad eran gritos furiosos de quienes le seguían en la fila, ¡Apártese!

Era lunes, había anudado su corbata y aunque lo esperaban en el despacho, estaba en la estación. No había dado abrazos, ni cartas de despedida.

Aturdido, pensó en el pequeño Darío y en Manuela. Dudó de la inminente libertad, pero levantó la cabeza y pidió un billete a cualquier sitio.

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