—Lástima que no haya billetes para maniquíes…
El muchacho repetía y repetía esta frase como un mantra. O un conjuro, porque cada tanto decía:
— ¡Cien palabras, cien palabras!
— ¡Dios!
Hay doscientos pasajeros en el avión, y me toca al lado de ¡este trastornado! Que por cierto ¡qué guapo es! Ma sí, yo le pregunto.
¿Qué le pregunto? ¿Voy directo al tema psicopatológico? O rompo el hielo con: —Hola, me llamo Mónica. Voy a España. Y ¿vos?
Que estúpida a donde va ir, si el avión va a España.
Oh, ¡Me está mirando! ¡Que ojos! ¿Qué hago? ¿Le sonrío?
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