— Lástima que no haya billetes para maniquíes —me dijeron con desdén en la taquilla —. Son las normas.
Cogí mi maleta y me dejé caer en un banco cercano. En la estación, abarrotada de hombres y mujeres, casi no había maniquíes. Cubrí con el abrigo mis piernas de plástico y miré furtivamente a mi alrededor. Un niño lloraba desesperado. Me acerqué a él y lo abracé, pero enseguida se lo llevó casi a rastras, todavía sollozando y forcejeando, una señora furibunda que ni nos había mirado. Ellos subieron al tren, donde solo pueden viajar los humanos. Son las normas.
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