Pensé mientras el coche se lanzaba contra el muro, que todavía estaba a tiempo de salvarme. Pero no quise.

Deseaba llegar hasta el final del viaje, costase lo que costase. Alguien haría frente a los gastos de mi funeral, de no ser así, podría resultar rentable como comida para gatos o abono para un campo de almendros.

Lo que nunca imaginé, es que este viaje no iba a ser rentable para nadie: veinticuatro horas al día mirando al techo y cada cierto tiempo, una esponja jabonosa que alguien (prefiero no saber quien) restriega con empeño por mi entrepierna.

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