PARADOJA INTELIGENTE

PARADOJA INTELIGENTE

Luis Cencillo Ramírez.

Así, sin más. Y mi paso fugaz por su vida, ahora ya extinta que no su obra ni su legado, al menos para mí.

De ello os contaré algo interesante.

Siempre hay una anécdota.

En mi caso partía de un ansia infinita de comerme el mundo o, al menos, un trocito del mismo con rapidez y sin pensar demasiado. Esto último suele ser patrimonio de la juventud: prisa e inconsciencia.

En consecuencia me matriculé en la Universidad Complutense de Madrid, en la Facultad de Filosofía y Letras, disponiéndome a escudriñar el Universo…

Pero la urgencia de sobrevivir se superpuso al placer de filosofar.

Abandonada, de motu propio, la Residencia de Huérfanos de Militares de Carabanchel Alto, Paulino y yo decidimos probar a qué sabe la libertad y alquilamos habitación en una vieja casa de Cuatro Caminos. En ella coincidíamos con una enfermera que dormía en la alcoba de Doña Rosa, la dueña, nonagenaria e impedida (hacía ya 5 años que no pisaba la calle).

Un caballero divorciado pernoctaba en una segunda habitación. Siempre colgado del viejo teléfono, manteniendo largos diálogos con sus hijos…

Al fondo, en un cuarto de tránsito, se removía Doña Tomasa, especímen curioso con una conversación única: la muerte de su marido en el asalto al Cuartel de la Montaña, en la Guerra Civil Española de 1.936. Comía pollo a dos manos y la grasa le goteaba en su bigote desmochado. Era la viva imagen de una pintura negra goyesca. Por las noches orinaba ruidosamente en una bacinilla y nos desvelaba. Paulino y yo dormíamos en un espacio anejo al dormitorio de Doña Tomasa, probablemente un trastero adecuado para realquilados, con dos camas, una mesilla, un ventanuco sin cristales y con sendas botellas de coñac llenas de agua caliente a las que se les agrietaba el corcho por lo que, alguna vez, derramaban su líquido sobre nuestras escasas cobijas y abrigos de paseo, que utilizábamos para no congelarnos. Hablábamos del futuro y jugábamos al ajedrez. Él estudiaba Filosofía Pura. Marchó a Alemania. Si me equivoco que me rectifique si lee esto pues me consta que aún vive.

Doña Rosa, solícita, nos ofrecía desayuno: leche en polvo de un racionamiento lejano que cierta vez casi nos mata. Allí no se miraba la caducidad de nada.

Yo era atleta, del Real Madrid. De los que derivaron del fútbol al campo a través. Por ello entrenaba todos los días en la Casa de Campo y me aseaba, aprovechando para lavar mis camisas, en las instalaciones del I.N.E.F.

Siempre me preguntaban por qué me duchaba primero y corría después. Nunca les dije que era para tender y secar mi ropa mientras me sometían a largos ejercicios. De ahí mi afición al agua fría (para no perder el tono muscular) y mi vocación de fondista: cuanto más se alargara el entrenamiento, más posibilidad de encontrar la ropa seca.

El rancho, en los Comedores Universitarios. Reunidos unos cuantos estudiantes, con un solo vale, comíamos el primer plato en secuencia ordenada (se podía repetir cuantas veces quisieras). El segundo plato y el postre se repartía equitativamente. A mí aquello me divertía y me hacía sentir como un personaje de la Picaresca.

Con libros heredados de una hermana que terminó en un convento…para salirse de él y procrear criaturas, más tarde…, digo, con obras clásicas y otras no tanto me sumergí en Balmes, Condillac y en algún que otro filósofo de medio pelo. El texto oficial lo adquirí en el mercado negro de libros de lance…

Suspendí.

Atónito, decidí realizar una inmersión total en la Filosofía.

Comencé comprando todos los libros que pude de Cencillo. Asistí no sólo a las clases ordinarias sino también a los cursos de doctorado y a cualquier actividad que aquél dirigiera y estuviera a mi alcance. Estudié. Investigué.

El día del examen final Cencillo propuso una serie de cuestiones y preguntas.

Yo, ni corto ni perezoso, me levanté en aquella aula gigantesca, similar a un teatro griego, abarrotada de examinandos, genios entonces, futuros «trepas» más tarde… Le pedí 11 folios. Dije: «Luis, si no te importa voy a rectificar tu examen. Lo ampliaré un poco…». Y me puse a contestar, exponer, sugerir, discutir, expresar dudas, afirmar convicciones… Entregué las hojas y le deseé buen verano. Marché sin preocuparme de la nota que saldría en unos días. Pasado un tiempo recibí por correo mis calificaciones.

En Filosofía: MATRÍCULA DE HONOR.

Y unas breves líneas de reconocimiento de mi Maestro.

Esta historia no termina aquí. Al año siguiente, el profesor que nos tocó en el Área Filosófica era un antiguo adjunto de Cencillo. Henchido de orgullo desarrollé todos mis conocimientos y artes de pensamiento, así como mi oratoria más verborreica… El resultado fue que suspendí.

Entonces, conociendo el camino, me apresté a comprar los libros recomendados por este último docente…

Y continué con mis estudios. Con más sabiduría.

De todo lo que aprendí se me quedó muy grabado el concepto de «úbrus», de «demasía», un algo así como «¡te has pasao, colega!». También llegué a experimentar el «desfondamiento radical», tanto en mis maratones pedestres, con marcas más que aceptables (2 horas y 32 minutos en San Sebastián), como en la vida diaria llena de encuentros y desencuentros, hijos, enfermedades, separaciones, triunfos (los menos), derrotas con grandes dosis de «fair-play»…

Lo mejor fue lo de la máscara griega, posterior «personae» romana. A través de las cuencas vacías de sus ojos existía todo un Cosmos bañado de estrellas de futuro. Esa «hipertelesia», «más allá», hermosa y gratuíta es lo que nos ofrecía como colofón en perspectiva vital. Con todo su sentido filosófico. Y me ha servido de mucho en mi quehacer de maestro de atletas e infantes, pues terminé siendo Entrenador Nacional de la R.F.E.A. y Profesor de variadas áreas hasta mi reciente jubilación.

Siento no poder vivir 300 o 500 años para así verificar ciertas teorías actuales sobre Ética y Física de Partículas.

Finalmente, me gustaría entender los motivos que impulsaron a mi Creador para hacerme tal como soy: INTELIGENTE.

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